Grecia, un pequeño país de la periferia de Europa, que apenas representa el 2% de la UE, volvió a convulsionar los mercados hace apenas 11 días. Siete años después del estallido de la crisis internacional y cinco de la tormenta soberana europea, el problema griego, que debería haber sido una perturbación menor para todo un continente, sigue sin ser resuelto y aún es capaz de cuestionar la estabilidad económica de la segunda área monetaria más importante del mundo, como ocurrió el 15 y 16 de este mes con un rebrote del pánico en los mercados, hundimiento de las Bolsas y alzas súbitas en las primas de riesgo.

La causa es la opción europea por el Estado nimio. La UE dispone de un presupuesto comunitario ridículo, equivalente al 1,1% del producto interior bruto (PIB) de la zona y casi la mitad se lo lleva la Política Agraria Común. El presupuesto federal de EEUU y los de los estados-nación convencionales se sitúan entre el 13% y el 25% del PIB de cada país. De aquí que, con un Estado federal fuerte, la insolvencia de California apenas golpease a la economía estadounidense mientras que Europa sigue atenazada por Atenas: el problema griego dobla el presupuesto comunitario.

Este desequilibrio explica que mientras EEUU afrontó en solitario los efectos destructores de la crisis internacional, Europa haya tenido que acudir al auxilio externo del Fondo Monetario Internacional (FMI) para encauzar los suyos. Y también que mientras EEUU tuvo capacidad para evitar una segunda recesión con el recurso a políticas fiscales y monetarias expansivas, Europa está hoy en riesgo de incurrir en la tercera y afronta un escenario de posible deflación a la japonesa.

Europa, rehén de un diseño minimalista e incompleto, carece de los resortes para afrontar los problemas. Frente a la tesis de los años 80 de que "el Estado es el problema" (y a veces lo es), la crisis europea deja claro que el Estado también puede y debe ser la solución.

No otra cosa sostienen, aun sin verbalizarlo, quienes, en manifiesta contradicción en muchos casos con sus propias tesis y doctrinas económicas, y ante el nuevo estancamiento económico europeo, están exigiendo -ha ocurrido de nuevo esta semana- más activismo y expansión monetaria del Banco Central Europeo (BCE), planes de inversión pública a la Comisión Europea y más gasto e inversión público y privado a Alemania y otros países con similar fortaleza financiera.

"La descripción de Bruselas como una burocracia gigantesca es una leyenda errónea", dijo en agosto el sociólogo alemán Ulrich Beck, profesor de la London School y otras universidades.

Las reticencias del Reino Unido a una UE poderosa -como se acaba de manifestar este viernes con la negativa del primer ministro británico, David Cameron, a hacer nuevas aportaciones económicas a la UE-, los temores de Alemania a una colectivización de riesgos y la resistencia del común de los países miembros del euro a ceder más soberanía llevaron a crear una moneda única carente de los resortes que son propios de un área monetaria.

Este experimento europeo -consistente en ensayar una moneda sin Estado- fracasó en 2010, como puso de manifiesto que, ante esa debilidad intrínseca, los mercados atacaran al euro y a sus países de la periferia y no al dólar ni a la libra esterlina pese a que sus países emisores soportaban análogos déficits públicos, endeudamientos y caídas de la actividad y del empleo.

En nueve días, el próximo día 4, el BCE, que hoy hará públicos los resultados de sus pruebas de esfuerzo a los 130 mayores bancos de la eurozona, asumirá la inspección bancaria con la entrada en vigor del Mecanismo Único de Supervisión (MUS). Sólo es el primer paso para crear un verdadero mercado único bancario. Aún falta por dotar el Mecanismo Único de Resolución (MUR) para liquidar bancos inviables, que no se creará hasta 2016, y el Fondo de Garantía de Depósitos europeo, para el que no hay fecha.

El MUS y las otras dos futuras piezas del mecanismo persiguen romper los contagios nacionales entre riesgo bancario y riesgo soberano, y las espirales de retroalimentación entre uno y otro, situando para ello a la gran banca y a la mediana en un contexto de control, supervisión y eventual saneamiento o liquidación supranacionales.

A la eurozona aún le queda mucha tarea por delante para ser una genuina área monetaria. Carece de una verdadera unificación de sus políticas económica y fiscal, de un Tesoro compartido, de eurobonos y euroletras respaldadas por la solvencia conjunta, de un presupuesto público suficientemente holgado y potente para que pueda actuar con capacidad estabilizadora en las crisis económicas y de las dosis necesarias de soberanía y de mecanismos de redistribución para atenuar los desequilibrios internos.

Todos los supuestos ahorros del Estado nimio han resultado muy caros a la larga a los contribuyentes y ciudadanos europeos, para los que la ausencia de un valladar público suficientemente dotado para frenar la crisis devastadora en la que incurrió la economía privada en 2008 se ha traducido en subidas de impuestos, paro elevado, bajadas salariales, penuria y sufrimiento, recortes de prestaciones públicas y reducción de servicios básicos.

Los llamamientos al BCE desde los países de la periferia para que sea más beligerante en la inyección masiva de antídotos monetarios contra el tercer estancamiento europeo en siete años es una apelación directa a más políticas públicas y el reconocimiento implícito de que las fuerzas del mercado no son capaces por sí mismas de garantizar la salida del atolladero. La respuesta del BCE reclamando más acción fiscal a los estados miembros y a la CE, con programas de inversión y gasto, y a la vez más reformas económicas a los países que no puedan acompañar en ese esfuerzo presupuestario, explicita la necesidad de un concurso de fuerzas convergentes que relancen la actividad en Europa y para cuyo fin la política monetaria es, según el BCE, factor necesario pero no suficiente.

Los costes nacionales de la crisis ponen de manifiesto que los países más damnificados por el descontrol del déficit, el crecimiento de la deuda pública, la destrucción de empleo, la recesión y el castigo de la prima de riesgo fueron los que habían optado en el pasado por modelos tributarios más livianos como vía de estimulo económico y también los que son menos cumplidores de sus obligaciones fiscales.

Entre ellos, la crisis derrumbó los modelos de éxito rutilante, caso del milagro vikingo (Islandia), el milagro celta (Irlanda) y el milagro español, basados, según casos, en una combinación de reducciones fiscales, privatizaciones, tipos de interés reales negativos y elevadísimos endeudamientos privados, cuando no acusado fraude fiscal y elevados déficits externos.

Estas estrategias condujeron a un sobredimensionamiento financiero y crediticio y a una fortísima especulación inmobiliaria. En Irlanda e Islandia el intento de rescate nacional de los bancos, que desbordaban en tamaño a sus sectores públicos, arrastró a los estados a la insolvencia y a la intervención exterior. En España, fue también el rescate del sector financiero (de la excesiva deuda contraída por empresas y familias con los bancos) lo que obligó a pedir en julio de 2012 el auxilio exterior parcial porque el Estado ya no podía afrontar la tarea en solitario sin superar los niveles críticos de riesgo soberano.

Junto a los tres ídolos magullados, los programas de asistencia internacional se concentraron en el "paraíso fiscal" de Chipre y en Grecia y Portugal, dos economías taciturnas y de bajo crecimiento, e integrantes, como casi todos los anteriores, del club de los "PIIGS". Todos caracterizados por una recaudación fiscal en relación a su PIB inferior a la media de los 28 países de la UE y de los 18 estados del euro, bien por una deliberada política tributaria expansiva, por una evasión fiscal y economía sumergida elevadas o por una combinación de ambas.

A la inversa, los países del centro y norte de Europa, con un mayor cumplimiento impositivo y más rigurosa moral tributaria, sortearon hasta hoy con mucha mayor fortaleza las embestidas de la crisis.

La negativa de Alemania (lo que incluye a su opinión pública y a su electorado) y de los países de su órbita a socorrer al sur y a la periferia nace en buena medida de esta distinción entre países cumplidores e indisciplinados.

Los elevadísimos endeudamientos privados generados por decenio y medio de intensas políticas fiscales y monetarias expansivas y toda suerte de incentivos al consumo y la inversión mediante el apalancamiento con préstamos bancarios se tradujeron, tras la derrumbe de la economía, en una galopante escalada de las deudas públicas a medida que los estados tuvieron que salir al rescate de la banca, de los parados y de sectores productivos como el automóvil, y en tanto que el derrumbe de la actividad general, y en particular de la inmobiliaria, deprimió de forma abrupta los ingresos generados en impuestos. La combinación de ambos fenómenos convirtió los superávits en déficits insorportables. España fue un ejemplo de libro. Con unos débitos públicos de los menores de Europa en 2008 (36% del PIB), pero con un endeudamiento privado descomunal (el segunda mayor del planeta), la crisis, las políticas antirecesivas y los llamados estabilizadores automáticos de la economía se dedicaron a transferir deuda privada al Estado como mutualización de riesgos y de daños hasta situar hoy la deuda pública española por encima del billón de euros y en el 98,6% del PIB.

Esta colectivación de deudas dejó a estos estados sin capacidad para aplicar estímulos fiscales mientras que los que sí tienen margen se resisten a asumir ese papel de liderazgo por su negativa a que ello entrañe mancomunar deudas nacionales, ya sea con políticas presupuestarias expansivas del norte en beneficio del sur o con compras de deuda por el BCE. De aquí que Grecia siga siendo un problema sin cerrar y que sólo ahora empiece a construirse un sistema bancario común. Alemania pretende que cada país pague sus débitos, lo que ya está ocurriendo con subidas de impuestos, paro, reducciones salariales, recortes de prestaciones públicas y pérdida de conquistas sociales, todo lo cual evidencia hasta qué extremo es cierto el axioma económico de que "nada es gratis".