Las expansiones monetarias se ponen en marcha con facilidad y se retiran con dificultad. Siempre existe el riesgo de que detone una crisis financiera. La desactivación de explosivos suele ser una tarea delicada. De aquí la cautela y contención con que los bancos centrales abordan el desmontaje de unas políticas heterodoxas que se han aplicado con mucha intensidad y durante largo tiempo. El fin de la expansión monetaria la anunció la FED el 18 de diciembre de 2013 y no la culminó hasta el 29 de octubre de 2014. Desde entonces, los inversores y los analistas escrutan cada gesto de la Reserva Federal para adivinar cuándo comenzará la segunda fase, consistente en la subida gradual de tipos, varias veces postergada. Y aún quedará pendiente la tercera etapa, con la retirada de la ingente liquidez con la que se inundaron los mercados desde 2009.

La FED va con tiento porque su repliegue puede desencadenar desajustes internos y externos. Por eso aquilata pros y contras, en la convicción de que ni el comedimiento y gradualidad con que acometa el banco central el retorno a la normalidad es garantía de que los agentes económicos se conduzcan con la misma mesura: los mercados siempre tienden a adelantarse a los escenarios previsibles y, en este afán anticipatorio para recolocarse ante las nuevas circunstancias, precipitan la secuencia de hechos esperables.

Esto es tanto más relevante cuando se trata del primer endurecimiento de la política monetaria en casi una década, en la mayor economía del mundo, con la mayor divisa de reserva del planeta y tras la mayor crisis económica internacional en 70 años. Será difícil que otras áreas monetarias puedan sustrarse al influjo de la decisión que tome Washington quizá a la vuelta del verano. Y esto añade aún más responsabilidad. Conducir marcha atrás también es más difícil para los bancos centrales.