La dimensión del escándalo de la manipulación de emisiones de los motores diésel del grupo automovilístico Volkswagen es mayúscula y deja tras de si una estela de humo contaminante que afecta también a las instituciones. La Unión Europea reconocía este último viernes que desde el año 2010 eran consciente de que las emisiones contaminantes de los coches a la atmósfera eran muy superiores a las pruebas que se realizaban en los laboratorios, y no solo en Volkswagen, sino en todas las marcas. Las organizaciones medioambientales europeas también llevaban años exigiendo unos controles más exhaustivos, que simularan las condiciones de circulación y no la asepsia de un laboratorio. Y curiosamente, es la alerta de un pequeño grupo de investigación, que descubre que las emisiones de óxidos de nitrógeno en un motor Volkswagen de gasóleo eran hasta 40 veces superiores a las que daban en los laboratorios de homologación, la que desata la alerta que desemboca en el monumental escándalo.

Y es precisamente en Estados Unidos, donde las ventas de vehículos equipados con motores diésel son prácticamente testimoniales, donde las autoridades medioambientales descubren, tras la alerta de los investigadores, el montaje del software para esquivar los controles de emisiones.

¿Cómo puede ser que la Unión Europea, conocedora de que algo estaba pasando, no haya sido capaz de encontrar en cinco años lo que unos investigadores detectaron sin buscarlo en un laboratorio?

Hay algunas piezas en el tablero que podrían abonar una probable falta de interés de las autoridades comunitarias por ahondar en el asunto. La primera, la dimensión del parque de vehículos diésel en Europa: prácticamente uno de cada dos coches que se venden. La segunda, el momento en el que se producen las sospechas de que las emisiones que se declaran no son las reales: en plena crisis económica y financiera de la eurozona. Y la tercera, el peso de una industria tractora en la economía europea: la automovilística.

Los límites de las emisiones contaminantes de los coches a un lado y otro del Atlántico son la prueba del algodón. En Estados Unidos, donde reinan los poderosos lobbies de la automoción, curiosamente son mucho más exigentes que en Europa.

Y es precisamente ahora, cuando Bruselas anuncia nuevos test a los vehículos más precisos y nuevos límites de emisiones a partir de otoño de 2017, cuando todo el daño está hecho. La credibilidad de las autoridades europeas y de la propia industria han quedado en entredicho.

El primer fabricante de automóviles del mundo, el grupo Volkswagen, que en la primera mitad de 2015 anunció una facturación de 108.800 millones de euros, un beneficio operativo de 7.000 millones y una liquidez neta de 21.500 millones, se ha enfrentado a la mayor crisis de su historia. Destituciones de la cúpula directiva, una posible multa de 18.000 millones de dólares, centenares, sino miles, de demandas judiciales de particulares, provisiones de 6.500 millones de euros por lo que se viene encima y una pérdida de capitalización bursátil de más de 25.000 millones en solo dos días. Son cifras abrumadoras de la joya de la industria alemana provocadas, según la propia Volkswagen, "por culpa de la manipulación de un grupo de ingenieros y técnicos encargados del desarrollo de motores", cuya "conducta ilegal sorprendió tanto a Volkswagen como al público".

Sorprendente. Pero el daño, pese al compromiso de la compañía automovilística de asumir todos los costes derivados del fraude, ya está hecho. Y la credibilidad de las instituciones europeas que deben fiscalizar estas situaciones, por los suelos.