El ensayista bielorruso Evgeny Morozov, editor asociado en la revista New Republic y autor de La locura del solucionismo tecnológico, es una de las voces más autorizadas a la hora de alertar sobre los peligros del modelo económico y tecnológico que está cambiando el mundo. Su primer libro ya dejaba clara su postura: El desengaño de internet. Morozov ha puesto ahora la lupa en la carrera mundial para "controlar y civilizar el capitalismo digital" que, en su opinión, ha arrancado ya. Francia tiene desde el 1 de enero el "derecho a desconectar", que obliga a las empresas de más de 50 empleados a que negocien de forma explícita la disponibilidad de los trabajadores una vez terminada la jornada laboral. Morozov se pregunta en un artículo publicado recientemente si este nuevo derecho compensará por los excesos del capitalismo digital o bien se limitará a "dejar las cosas como están y a darnos falsas esperanzas, sin abordar la dinámica fundamental de la economía globalizada".

Lo primero que advierte el pensador bielorruso es: "Calificar el privilegio de no contestar a correos de trabajo fuera de las horas de oficina como 'derecho a desconectar' es un poco engañoso". Ese engaño nace del hecho de que esa definición "deja fuera muchos otros tipos de relaciones sociales en las que la parte más débil puede desear una desconexión permanente o temporal", y en las que la necesidad de estar conectados se traduce en "una oportunidad para que algunos saquen rédito o para que otros abusen descaradamente de su poder". Es decir, pensar en la conectividad solo en el área del trabajo es para Morozov claramente insuficiente. Una desconexión que afecte a "las compañías de seguros, los bancos y las autoridades de inmigración" traería consigo un aumento de los costes sociales y económicos crecientes de esa desconexión y ese anonimato. Remata Morozov: "Los que intenten desvincularse tendrán que acabar pagando el privilegio, en forma de tipos de interés más altos, cuotas de seguros más caras y más pérdida de tiempo intentando asegurar al funcionario de inmigración que sus intenciones son pacíficas".

Lo que plantea Morozov es una contradicción engarzada a la adicción masiva a las redes sociales: "¿Qué conseguimos de verdad si obtenemos el derecho a no mirar nuestros correos de trabajo, pero ese tiempo ganado lo dedicamos, medio hipnotizados, a dar al botón de actualizar en Facebook o Twitter?". Esto es: las empresas donde trabajamos saldrán perdiendo "porque no podrán contar con que estemos siempre disponibles" y, en cambio, Facebook y Twitter recibirán el maná de nuestra "desconexión" laboral pues aumentará el flujo de datos que alimentan sus gigantescas tragaderas. Las que permiten que crezcan de forma imparable.

Así las cosas, Morozov propone, en tanto en cuanto no se potencie otra economía del conocimiento y haya una reforma más profunda para civilizar el capitalismo digital, que se luche contra esa adicción por medio de la desconexión para desintoxicarse de internet. Además, duda que la nueva ley francesa "tenga mucha fuerza como arma contra los abusos de los jefes, porque no está claro que sea posible aplicarlo a la llamada gig economy, la economía de los encargos concretos" que obliga a los trabajadores a jornadas largas y a estar disponibles todo el tiempo. Hay empleos (taxis, mensajería?) que no pueden permitirse el lujo de de una auténtica desconexión, por lo que se crearía una brecha entre "los trabajos normales, ya protegidos", que logran "ventajas adicionales" como ese derecho a desconectar, y los "trabajos desprotegidos y precarios de la gig economy", cada vez más extendidos y que necesitan para sobrevivir saltarse ese derecho que, para ellos, es un obstáculo. Paradojas de los tiempos modernos.