España es el tercer país de la Unión Europea (UE) donde es mayor la proporción de personas que tienen 80 años o más: el 6% de la población. Estamos seis décimas por encima de la media y sólo por debajo de Italia (6,7%) y Grecia (6,5%). Es un indicador que el Instituto de Estudios Económicos, servicio de estudios de la patronal CEOE, utiliza para subrayar el avance del envejecimiento demográfico, una preocupación económica perenne por la presión que ejerce sobre el gasto público a través de las pensiones y de la sanidad.

Los octogenarios eran el 3,6% de los españoles en 2000, de modo que su peso relativo ha crecido aceleradamente, aunque no todo viene de que los individuos nos hagamos mayores. La emigración derivada de la crisis, incluido el retorno de una parte de los inmigrantes que llegaron a España durante el ciclo de expansión económica, ha envejecido nuestra población y probablemente contribuido a contener el envejecimiento de otros. Por ejemplo, el de Alemania, gracias a los jóvenes ingenieros que España está exportando.

El referido Instituto subraya cómo las primeras posiciones están ocupadas por países del sur: Italia (6,7%), Grecia (6,5%) y España (6%). Es quizá una forma de poner el foco en el hecho de que las poblaciones más envejecidas son precisamente aquellas que presentan tasas de paro más severas y con economías menos robustas. Por tanto, las que encaran retos de mayor calibre por el envejecimiento.

Desafíos llenos de preguntas inquietantes y con respuestas que necesariamente terminan por ser más ideológicas que técnicas. ¿Cómo conseguir en países tan envejecidos el crecimiento económico que nos permita hacer frente a los gastos que supone envejecer? Las tendencias dominantes están conduciendo más a reducir la generosidad de los sistemas públicos de protección (elevar la edad de jubilación, desconectar las pensiones de la inflación, ampliar los copagos sanitarios...) que a recomponer y potenciar los mecanismos de redistribución de la riqueza (los impuestos progresivos) que están precisamente en la base de la creación del Estado del bienestar. La disciplina de la globalización y sus exigentes condiciones de competitividad han hecho prevalecer entre las elites un discurso cómodo para ellas: un aumento del gasto social y por tanto de los impuestos está necesariamente reñido con el progreso económico.

Algunas respuestas pueden estar en la misma estadística que maneja el Instituto de Estudios Económicos. Por ejemplo, en los resultados de Dinamarca y Holanda, con tasa de envejecimiento de las más bajas (4,4% y 4,3% de población mayor de 80 años, respectivamente) y con una regulación avanzada para la conciliación de la vida laboral y familiar, que favorece al natalidad y la productividad, en la medida en que las empresas retienen el talento.

Y hay más datos que merece la pena manejar para formarse una opinión sobre este mismo asunto e identificar prioridades: España es uno de los países del mundo con mayor esperanza de vida al nacer (83 años, cuatro más que en EEUU, primera economía del mundo), un indicador estadístico que informa sobre la longevidad de muchos y también de la extraordinariamente baja mortalidad infantil, una de las señales potentes de progreso social de un territorio.

Además de la dieta mediterránea y del clima, algo habrá influido en todo ello nuestro sistema universal de sanidad pública y unas pensiones que por lo común permiten una existencia digna en los últimos años. Tesoros para seguir llegando a viejos.