"He defendido el ideal de una sociedad democrática y libre en la que todas las personas puedan vivir juntas en armonía y con igualdad de oportunidades. Este es mi ideal y deseo vivir para alcanzarlo, pero, si es necesario, estoy dispuesto a morir por ello". Estas fueron las declaraciones de Nelson Mandela, el prisionero político más famoso del mundo castigado por luchar contra el apartheid en Suráfrica, el día en que fue condenado por sabotaje y conspiración ante el Tribunal de Rivonia.

En la cárcel de Robben Island su pena se endureció: cadena perpetua. Más conocido como Madiba, jefe del clan de los Thembu, el que después sería Nobel de la Paz, pagó 27 años entre rejas. El día de su liberación, el 11 de febrero de 1990, el mundo dio un vuelco.

Se cumplen veinte años del "triunfo" de los derechos humanos y la integración étnica, la excarcelación de los presos políticos negros, la legalización del Congreso Nacional Africano (ANC), la derogación de las leyes segregacionistas y la promulgación de una nueva constitución para Suráfrica. Por primera vez los ciudadanos de color pudieron votar y empezar a compartir espacios con los blancos. Clint Eastwood ha recreado en imágenes el homenaje al primer presidente negro de Suráfrica: los veinte años del mito del "invicto" en el que Morgan Freeman es el héroe del pueblo, el símbolo de la unión racial.

Cientos de gallegos, residentes en Ciudad del Cabo, Walbis Bay o Johanesburgo, fueron testigos del momento histórico. Del paso de Suráfrica del apartheid a la democracia. Vivieron el antes, el durante y el después de una nación en la que los blancos eran superiores a los negros, porque sí. Nadie lo cuestionaba. Las distintas razas cohabitaban con una necesaria barrera física y emocional, para no sufrir. Como Merhing, el protagonista de El Conservador, de la nobel Nadine Gordimer, "justificando el dolor ajeno, sin sentir la necesidad de evitarlo, mediante el convencimiento de su superioridad racial y de clase". Y si en algún momento asomaba un sentimiento de conciencia o injusticia, cada uno se atrincheraba en sí mismo y seguía su camino cerrando los ojos ante las miserias de los demás. Como si la miseria y el sufrimiento entendieran de colores.

"La liberación de Mandela fue realmente algo insólito. Fue como si aquí saliera de prisión el mayor terrorista, el más temido. Esa era la idea que nos había sido inculcada desde pequeños a los surafricanos blancos. Para los surafricanos negros era un logro, simbolizaba el fin de la esclavitud, del abuso que siempre había habido hacia ellos, por parte de los blancos, la policía, el ejército... Había una incertidumbre total. El pueblo blanco estaba aterrado con lo que podía ocurrir y en cómo les cambiaría la vida. Al final, todo el mundo se calmó y se quedó con el concepto de que, al menos, se había vivido un cambio de régimen sin víctimas, sin sangre, sin violencia", explica Manuel Carballo, un arousán que vivió en Suráfrica desde los ocho hasta los 45 años y que hace poco regresó a Vilagarcía.

La mayoría de gallegos que se asentaron en Suráfrica en los años duros del apartheid, en la década de los sesenta y los setenta principalmente, llegaron de la mano de Pescanova, cuya flota fue pionera en peinar los caladeros del Atlántico Sur (Suráfrica, Namibia...) para la captura de merluza. Cape Town (Capetón en la jerga marinera gallega) se convirtió en enclave pesquero galaico y las tripulaciones, mayoritariamente de Galicia, comprobaron los entresijos de estados colonizados en los que convivir no era fácil y la represión marcaba el día a día.

Es el caso de Carlos Enrique Mauricio, un capitán pontevedrés de 64 años, que desde 1967 navega por latitudes del sur. "Había taxis para negros y para blancos. Todo te llamaba la atención, al principio. Vi a un señor darle una patada a un niño negro que repartía periódicos. En el lujoso edificio de correos de Ciudad del Cabo, los negros no se podían sentar. Lo ponía siempre en los carteles. En los bares, había una entrada para blancos y otra para negros y, una vez dentro, había mamparas separadoras. A los restaurantes ni podían entrar. Aunque quisieras, no podías tener relación con ellos. Las autoridades no te dejaban. Lo controlaban. En los países de colonización francesa y portuguesa no pasaba esto", recuerda Mauricio, quien añade que en el ámbito pesquero hubo buena integración. "Ahora es diferente, menos discriminación pero más inseguridad. Ves blancos pidiendo en la calle, por ejemplo", concluye.