El aeropuerto de Lavacolla, el obispado de Ourense o el pazo de Adai (Lugo) fueron algunas de las obras encargadas por Franco a presos políticos. De los nueve campos de concentración que el régimen instaló en Galicia tras el estallido de la Guerra Civil, Lavacolla acogió al mayor número de represaliados. Entre 2.000 y 3.000 hombres participaron en la construcción de una escuela de aviación y el futuro aeropuerto. Contratados por empresas públicas y privadas, tanto para obras militares como civiles, cada prisionero cobraba entre 2 y 2,5 pesetas por día de trabajo.

Los primeros campos de concentración de la dictadura se instalaron en 1937 y aunque la práctica totalidad fueron desmantelados en 1947, en la década de los sesenta todavía había empresas que reclutaban a presos políticos como mano de obra barata y dócil. Galicia fue la cuna de los campos de trabajo del franquismo. Durante la contienda, miles de prisioneros de guerra procedentes de otras comunidades autónomas fueron trasladados a los nueve campos de retención que Franco había asentado en Galicia: Lavacolla, Cedeira, Ferrol, Camposancos, Muros, Rianxo, Ribadeo, Santa María de Oia y Celanova.

Sólo durante los tres años de la guerra, el Ejército de Franco condenó a trabajos forzados a más de 370.000 prisioneros republicanos, distribuidos por cerca de 200 campos de concentración del país. La tierra del Caudillo fue escenario de uno de los primeros centros de presos de guerra. A finales de 1936, el Gobierno de Burgos emitió unas instrucciones en las que los prisioneros pasaron a depender de centros de clasificación integrados en las Auditorías de Guerra.

Pese a que el campo de Lavacolla fue cerrado en noviembre de 1939, pocos meses después se instalaron en el centro varios batallones de trabajadores. En junio de 1935 se había inaugurado en el lugar un campo de vuelo. La obra despertó tanto interés que se llegó a pedir a las autoridades franquistas la creación de una academia de aviación. Santiago podía llegar a convertirse en el aeropuerto de Galicia, pero para ello resultaba imprescindible ampliar la capacidad de las instalaciones. Franco vio en los presos republicanos vencidos en la Guerra Civil la solución al futuro aeropuertos gallego.

Desde 1940, varios batallones trabajaron en las instalaciones con el objetivo de convertir Lavacolla en un aeropuerto transoceánico. Así lo recoge el historiador gallego Víctor Santidrián Arias, doctor en Historia Contemporánea por la Universidade de Santiago, en Diario del soldado republicano Casimiro Jabonero. Campo de concentración de Lavacolla. Prisión de Santiago de Compostela, 1939-1940. En su libro, editado por la Fundación 10 de Marzo, Santidrián reconstruye el periplo de campos de concentración y prisiones por los que desfiló Casimiro Jabonero, natural de Cuenca y destinado durante semanas en Lavacolla. En el año 1940, el régimen de Franco encargó la construcción de varias pistas al batallón número 31, formado por 388 prisioneros -según los documentos cedidos por el Tribunal de Cuentas al Ministerio de Cultura cuyo contenido puede ser consultado desde ayer en el Centro Documental de la Memoria Histórica de Salamanca-. Las tropas franquistas confinaron a los trabajadores en una antigua fábrica de curtidos, propiedad de Juan Hanguindey Broussain y posteriormente adquirida por Jacobo Varela de Limia, catedrático de Derecho en la Universidade de Santiago y gobernador civil de Lugo con Primo de Rivera. "El hambre, los malos tratos, la precariedad de los alojamientos, el hacinamiento, la falta de higiene y la proliferación de piojos y enfermedades fueron características comunes a todos los recintos", recoge Santidrián haciéndose eco de las páginas del diario que Jabonero dedicó a su estancia en Lavacolla. Los prisioneros castigados -según el testimonio de varios testigos- eran encerrados en un hórreo de cantería de grandes dimensiones junto al que pasaban niños que les daban pan y espigas de maíz.

El relato de uno de los prisiones de los batallones de soldados destinados en el aeropuerto de Santiago alude a las "canalladas" que les hicieron pasar en el campo de trabajo. El batallón de la mañana tenía que estar formado a las cinco. Les daban un cazo de café y les llevaban formados de cinco en cinco y cogidos de la mano. "Teníamos que recorrer tres kilómetros antes de llegar al tajo", aseguraba Pedro Gómez González. El otro batallón entraba a las 13.00 horas, hasta la nueve de la noche. Cuando les daban la cena -coles cocidas, según recordaba- eran ya las once de la noche: "El trabajo era agobiante: teníamos que cavar y cargar ocho o diez vagonetas de metro y medio de tierra. Había que llevarlas por una vía, para ir allanando unos cerros". Les daban poca ropa. Dinero, ninguno. Cuando se escapaba algún prisionero, les castigaban haciendo instrucción después del trabajo. "Dos paisanos míos -recordaba- se escaparon y luego nos leyeron en el parte que los había cogido la Guardia Civil en la estación de León, pero seguro que los mataron porque nadie más supo de ellos". La sentencia a muerte era segura para aquellos a quienes la familia no les mandaba víveres. "Se pasaba mucha hambre. Nos cobijaban en una antigua fábrica de curtir pieles, a través de cuyo techo, por la noche, veíamos las estrellas ateridos de frío". El comandante se reía al verlos y los llamaba "hijos de la Pasionaria".

La lucha diaria por la supervivencia les permitió no perder el sentido del humor. Por la cantina regentada por el padre de Lourdes Cabanas, cuando apenas era una niña, pasaban los prisioneros del campo de Lavacolla. Los que se lo podían permitir compraban leche y pan, si no algarrobas. Los vecinos más longevos de Lavacolla todavía hoy recuerdan el cántico que popularizaron los soldados destinados en el campo de concentración: "Si quieres saber, Mercedes/ dónde está mi paradero/ campo de concentración, fábrica de Lavacolla/ donde ando prisionero./ Al entrar en Lavacolla/ lo primero que se ve/ es un pico y una pala,/ y un porrón para beber".

El Centro Documental de la Memoria Histórica, ubicado en Salamanca, ya cuenta con 150.000 nuevas páginas aportadas por el Tribunal de Cuentas que formaban parte de los Extractos de revista, que se realizaron mensualmente entre 1937 y 1945 para el pago a los presos recluidos en los campos de concentración y en los batallones de soldados trabajadores creados por el régimen franquista. Los documentos, que llegaron en 145 cajas, contienen listados de las altas y bajas de cada mes, los días devengados por cada preso e incluso información personal sobre los reclusos y sus trabajos, indicó la subsecretaria del Ministerio de Cultura, Mercedes Elvira del Palacio.

Entre los extractos se encuentran datos de represaliados de campos como el de Miranda de Ebro, el Servicio de Recuperación de Automóviles de Madrid y Sevilla, los batallones disciplinarios de soldados trabajadores penados ubicados en poblaciones como Peñaranda de Bracamonte o en el edificio histórico de San Marcos en León o los intervinientes en la construcción del tramo de ferrocarril entre Madrid y A Coruña a su paso por Zamora.

Estas páginas fueron remitidas previamente al Tribunal de Cuentas, ya que eran testimonio de la ejecución de los pagos mensuales a los reclusos trabajadores. Allí han servido para la obtención de indemnizaciones por parte de los presos o sus herederos, una función que se mantendrá a pesar del traslado de los archivos a Salamanca.

Mercedes Elvira del Palacio recordó que este depósito en Salamanca es posible gracias al convenio suscrito en octubre de 2009 por la ministra de Cultura, Ángeles González-Sinde, y el presidente del Tribunal de Cuentas, Manuel Nuñez.

Esta documentación se complementa con otros informes que se encuentran en los archivos militares de Guadalajara, Ávila y Ceuta. Sobre la posibilidad de que estos legajos también se trasladen a Salamanca, Cultura asegura que por el momento "no hay previsión de ello" pero los investigadores pueden acceder a ellos a través de la digitalización.