Cuatro años después de intentar bajarles los humos a los viciosos, el Gobierno guiado por los principios de sor Virtudes acaba de reconocer que su ley antitabaco de enero del 2006 obró el paradójico efecto de agrandar el porcentaje de españoles adictos a la nicotina. Si entonces eran 34 de cada 100 vecinos los que se entregaban a la fumeta, ahora la cifra ha crecido hasta 35, y subiendo.

Quizá se trate de un problema de credibilidad. Con razón o sin ella, en España se da por supuesto que los gobernantes mienten por principio y hasta por vicio, de tal modo que cualquier advertencia o prohibición emanada de la autoridad competente ha de tener por fuerza el efecto contrario al deseado. Si el Gobierno, un suponer, alerta sobre los graves peligros del cigarrillo para la salud, lo natural es que los fumadores se apliquen con más ahínco si cabe al cultivo de su vicio.

Ya pueden las autoridades sanitarias recordar que el tabaco provoca ataques al corazón, cáncer, impotencia y otros males igualmente pavorosos; y tanto da si adornan las cajetillas con orlas de luto o fotos de pulmones devastados. Mal acostumbrados por las trolas que los gobiernos suelen contarles, bien sea para minimizar la catástrofe del Prestige, bien para negar la existencia de crisis económica alguna, los ciudadanos suelen responder a estos avisos con la más perfecta indiferencia.

Por desgracia -y sin que sirva de precedente- al Gobierno le asiste la razón en este caso. Aunque los nostálgicos del cuplé se acojan a aquella vieja teoría de Sara Montiel que definía la fumeta como un placer genial, sensual y sentimental, lo cierto es que no conviene mezclar la añoranza con las exigencias de la salud. En realidad no son los gobernantes sino los hombres de ciencia quienes, tras largos años de pesquisas, han demostrado de sobras los perversos efectos de la adicción a la nicotina: un hábito que daña imparcialmente órganos tan distintos como el corazón y el bolsillo. Por no hablar ya de sus pestíferas consecuencias sobre el aliento, claro está.

Lo paradójico de este caso es que el Gobierno, como la banca, siempre gana. Bien si la gente fuma y también si deja de hacerlo. Aunque sus campañas contra el tabaco hayan fracasado hasta ahora, el Estado sigue beneficiándose a cambio de la mala salud de los fumadores gracias a los muy cuantiosos tributos con los que se grava en España la fabricación y venta de cigarrillos. Cada calada que un español -o española- le da al pitillo supone unos céntimos de ingreso para la Hacienda pública: y no habrá que echar muchas cuentas sobre el número de veces que se repite ese acto para deducir el enorme volumen de ganancias que arroja el negocio.

Parte de esos ingentes beneficios obtenidos del tabaco los dedica el Gobierno a financiar campañas publicitarias destinadas a quitar del vicio a quienes tanto contribuyen -con su salud- a rebajar el déficit de las arcas públicas. Puede parecer una contradicción que el Estado se lucre de los malos hábitos de sus ciudadanos y a la vez pretenda que los abandonen; pero tampoco hay que confiar demasiado en las apariencias. El actual Gobierno de España, por ejemplo, pasa por ser uno de los más bondadosos, solidarios y con mejor rollito del mundo, lo que no impide que siga vendiendo armas a muchos de los regímenes que el propio gabinete de Zapatero reputa de violadores de los derechos humanos y hasta de los divinos. Peor estábamos, ciertamente, cuando el Estado ejercía aquí el monopolio del tabaco sin más competencia que la ofrecida por los contrabandistas gallegos, inventores de la famosa denominación de origen "rubio de batea" con rico sabor a mejillón que tanto éxito de público -aunque no de crítica- tuvo años atrás.

Como quiera que sea, los fumadores sublevados contra la ley antitabaco harían bien en desengañarse. Y es que, ya suba o baje la ingesta de humo, el Gobierno siempre acaba ganando.