El Gobierno ha decidido fundar un banco malo para que los demás parezcan buenos, siquiera sea por comparación. A la nueva entidad se le encomendarán funciones propias de un vertedero, tales que la absorción de "activos tóxicos" y la liquidación de las toneladas de pisos y hectáreas de suelo que la banca española acumula en sus balances. Son las secuelas de la explosión de la burbuja inmobiliaria, que dejó al país lleno de parados y con las cajas fuertes rebosantes de hormigón invendible.

Nadie va a guardar los cuartos en un banco que se publicita como malo, naturalmente; pero tampoco se trata de eso. La idea sugerida desde Bruselas consiste en apartar las manzanas podridas del cesto para colocarlas en un lugar donde no contaminen a las buenas. Después ya se verá si los bancos despojados de ese lastre pueden seguir con el negocio o tienen que echar el cierre por liquidación. El concepto de banco malo parece una redundancia. Casi todo el mundo parece dar por supuesta la maldad intrínseca de estas entidades a las que -no sin razón- se carga con la culpa de los estragos de la crisis. Pero no siempre estuvieron tan mal vistos.

En realidad, los bancos fueron muy populares -en todos los sentidos de la palabra- cuando la orgía de la construcción hizo caer a la gente en la ilusoria certeza de que este era un país rico. Parece lógico. Amparaba tal creencia el entonces presidente del Gobierno, que hace cinco años, no más, se ufanó de que España había superado a Italia en renta per cápita y solo era cuestión de meses que le mojase también la oreja a Francia y Alemania.

Tan felices pronósticos estimularon la fe de la población, que se lanzó aún con mayor ímpetu a suscribir hipotecas a pares para comprar pisos, coches, teles de plasma y todo lo que estuviese a mano en los escaparates. El desenfreno llegó a tal punto que en un solo año se construyeron en España más viviendas que la suma de las edificadas en Alemania, Francia y el Reino Unido: naciones que, en su poquedad, preferían invertir en fábricas, tecnología y todas esas cosas que no hacen más que dar trabajo.

Nadie parecía considerar entonces que los bancos fuesen malos. No lo creía así, por supuesto, el presidente del Gobierno cuando aseguró en Nueva York que el sistema financiero de España era uno de los más sólidos de todo el planeta. Consecuentemente, tampoco los particulares le hicieron ascos a los créditos buenos, bonitos y baratitos que la banca expedía como si fuesen churros. Todo el mundo parecía haber llegado a la certidumbre de que la fiesta del ladrillo no tendría fin. Gracias a esa exagerada convicción, los precios de las casas subieron un 200 por ciento en apenas unos pocos años, mientras España se llenaba de Audis y BMWs comprados con los sobrantes de las hipotecas. Algunos cenizos alertaron de que esas alegrías sustentadas en la mera especulación estaban inflando un globo que antes o después terminaría por estallar; pero nadie quiso que le estropeasen la fiesta con malos agüeros. La juerga de los pisos continuó hasta que las leyes de la lógica y de la física hicieron reventar la burbuja.

Ahora quieren remediar con un banco malo el despropósito al que tanto contribuyeron con su imprudencia los que entonces eran bancos buenos y hasta generosos. Lo peor es que la limpieza de cascotes va a durar por lo menos quince años. Y a ver de qué vivimos mientras se arregla el estropicio.

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