. s bien conocida la frase con la que el presidente Franklin Roosevelt justificó el apoyo de Estados Unidos al tirano Anastasio Somoza en Nicaragua: "Puede que sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta". Se refería de este modo a los servicios que el déspota prestó a Norteamérica, por más que la primera potencia defensora de la democracia conociese de sobra las atrocidades perpetradas por su socio contra la población nicaragüense.

Roosevelt se limitaba a aplicar la doctrina enunciada un siglo atrás por el primer ministro británico Lord Palmerston, forjador del famoso principio según el cual "Inglaterra no tiene amigos ni enemigos permanentes: sólo intereses permanentes".

Se conoce que Barack Obama no asistió a clase el día en que sus profesores de Historia impartieron esa lección. No de otro modo se entiende que el actual rey del mundo apoyase con entusiasmo la llamada "primavera árabe": un confuso movimiento de raíz islamista que ha ido destronando a casi todos los dictadores de esos países para sustituirlos por otros de distinto y acaso más inquietante pelaje. Nuevos dirigentesempeñados en aplicar la ley islámica -o sharia- que reduce a la mujeres a la condición de mero ganado, en abierta contradicción con los principios de cualquier Constitución democrática.

Obama recibió el Premio Nobel de la Paz a título preventivo, lo que no sería obstáculo -ni mucho menos- para que enviase sus portaviones, sus bombarderos y demás ferretería bélica a Libia, con el propósito de derrocar al sátrapa Gadafi. La medida pacificadora costó un montón de vidas; pero a cambio de ese peaje de sangre el presidente más guay de los que hasta ahora han tenido los Estados Unidos ayudó a que los de la tribu enfrentada a la de Gadafi le dieran matarile al dictador.

Respaldados nada menos que por el Gran Satanás de Norteamérica, los clérigos del Islam no tardaron en asumir el poder en Libia y Egipto, como antes lo habían hecho ya en Túnez y, previsiblemente, en los demás países árabes. Pudiera esperarse algo de agradecimiento por esa "liberación", pero quia. El bueno de Obama -una versión afro de Jimmy Carter- está comprobando ahora hasta qué extremo llega la gratitud de los países a los que ayudó a sacudirse de sus cadenas. Los libios, un suponer, han ultimado al embajador norteamericano en Bengasi; a la vez que grupos de manifestantes contra el Imperio asedian estos días las delegaciones diplomáticas de Estados Unidos en Egipto y Túnez.

Fácil es deducir de todo esto que a ninguna gran potencia le conviene prescindir de sus hijos de mala madre mientras no disponga de un Plan B para sustituirlos sin que corran riesgo los intereses permanentes de los que hablaba el sabio Lord Palmerston. Pocos dudarán de que el presidente Obama no se propusiera otra cosa que favorecer el establecimiento de regímenes democráticos en un mundo árabe carente hasta ahora de esos beneficios; pero lo cierto es que ha hecho un pan como unas tortas.

A cambio de prescindir de sus propios hideputas -que lo eran, y en grado sumo-, Obama ha abierto la puerta de entrada a gobernantes de moral sin duda intachable que, sin embargo, no dudan en implantar la ley de Mahoma con sus secuelas de lapidaciones, azotes y amputaciones para castigar a los impíos. Tal vez el piadoso Obama ignore que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones.

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