Probablemente alentados por los anuncios de la mueblería escandinava Ikea, crecen estos días los deseos de independencia en los reinos autónomos con más pedigrí de España. Cientos de miles de catalanes la reclamaron el otro día en las calles de Barcelona: y también las encuestas auguran una mayoría secesionista en las próximas elecciones de Euskadi. Incluso en la Galicia de lluvia y calma, poco dada a estas expansiones, se hacen oír de madrugada los cócteles molotov de la escueta pero muy ruidosa Resistencia independentista.

Se ignora -aunque se sospeche- cuál sería el desenlace de un referéndum sobre tan delicado asunto en Cataluña o el País Vasco. Por lo que toca a Galicia, la mera idea de convocarlo está fuera de la realidad a la vista del porcentaje más bien minoritario de independentistas que aquí ejercen de tales.

Aun así, y en el quimérico caso de que los gallegos fuesen llamados a pronunciarse sobre el tema, los términos de la consulta no deberían ser tan "claros" e "inequívocos" como los que el Gobierno del Reino Unido exige a los partidarios de la independencia de Escocia, solo por tocarles la gaita.

Un referéndum a la gallega debiera atender -para ser justo- a todos los intrincados matices de la personalidad de quienes viven en el Reino de Breogán. La pregunta, por ejemplo, debiera ser algo así como: "¿Aprobaría usted la independencia de Galicia o por el contrario es de la opinión de que por un lado ya se sabe y por el otro qué quiere que le diga? Las posibles respuestas debieran incluir al menos estas cuatro opciones:

a) Sí.

b) No.

c) Depende.

d) ¿Por qué me lo pregunta?

El resultado, cualquiera que fuese, habría de reflejar sin duda la compleja realidad de este país en el que nada es lo que parece y todo puede ocurrir. Fácil es aventurar, en todo caso, que la mayoría de los consultados se inclinarían por la opción C. Cierto o no, a los gallegos se les atribuye un notable sentido práctico lindante con el escepticismo por el que contestan con un sabio e inconcreto "depende" a cualquier interrogante que se les plantee.

También la independencia depende. Si no perjudicase a nadie, ni aumentase el riesgo de mortandad por enfrentamiento civil, ni desatase la persecución de los desafectos, nada habría que objetar a ese propósito, por anacrónico que parezca en estos tiempos de mundialización.

Si, por el contrario, la independencia pusiera en riesgo la vida de las gentes, acentuase odios, hundiese aún más de lo que está la economía y comprometiese la paz ciudadana, está claro que se trataría de un pésimo negocio. Todo dependería de que el proceso se desenvolviera por la razonable vía de Chequia y Eslovaquia o adoptase maneras yugoeslavas a las que por tradición y desgraciase asemeja más el caso español.

Felizmente, las circunstancias sugieren que todo este alboroto de soberanías no tiene más trascendencia que la anécdota publicitaria de Ikea en la que se invita a la proclamación de la República Independiente de tu Casa. La globalización de los mercados que redujo el mundo al tamaño de un pañuelo nos ha hecho a todos dependientes de todos, aquí y en Pekín, donde por cierto los chinos nos afanaron ya a los gallegos la patente del granito de Porriño. Si tal ocurre con las piedras más enxebres, ¿qué no pasará con la soberanía de los países?

anxel@arrakis.es