Desde hace unos años se pone en tela de juicio la existencia de los denominados mares libres, concepto al que se han acogido en numerosas ocasiones los barcos que faenan más allá de las 200 millas de la Zona Económica Exclusiva (ZEE) de los estados ribereños.

Uno de los primeros países en poner en entredicho la existencia de tales aguas libres fue Argentina, en sus polémicas actuaciones contra los barcos españoles que pescaban al límite mismo de las 200 millas, pero amparados por esa especie de barrera intangible -y sin embargo bien definida por los sistemas de posición del buque- que establecen que el barco en cuestión no se halla en la zona económica exclusiva del país que interviene contra él.

Lo mismo hizo Argentina contra buques asiáticos, al considerar en uno y otro caso, que a efectos de pesca -cría y desarrollo de especies como la merluza o la pota- las 200 millas son como el chicle, que se estira a conveniencia pero siempre para ganar millas mar adentro.

En ambos casos llegaron a intervenir los guardacostas del país austral, lo que se entendió como un evidente intento argentino de ampliar sus aguas económicas, algo que no ocurrió porque, a la hora de la verdad, Argentina se encontró prácticamente sola en un intento en el que se presumía iba a estar apoyada por Canadá, Japón, Perú y otros estados ribereños.

Lo cierto es que, existiendo sobre el papel grandes espacios marinos que bien pueden ser catalogados como mares libres, tal libertad es una mera exposición de deseos porque, allí donde no llegan los estados, llega la iniciativa privada creando organizaciones regionales de pesca o entes que proclaman su intención de velar por la conservación de los recursos marinos.

Es, en esencia, la base de la lucha contra la conocida como pesca ilegal, no declarada y no regulada que estrangula los planteamientos de control que subyacen en dichas organizaciones, tras las cuales siempre están las naciones con intereses pesqueros. Y en esta pesca (IUU por sus siglas en inglés) caen algunos armadores gallegos a los que parece visitarles el santo de turno para decirles cuándo y cómo pueden dedicarse a la captura de, por ejemplo, la merluza negra y róbalo de profundidad en aguas cuya "titularidad" es, cuando menos, discutida. Como lo es también la potestad de una organización no gubernamental para acosar y denunciar un barco que infringe determinados conceptos conservacionistas de la pesca, porque una organización ecologista carece de autoridad legal para ello.

Ahora es cuando parecen surgir defensores de los mares libres, tras los cuales se esconden intereses -legítimos según sus planteamientos- para pescar allí donde la acción de los estados ribereños no puede basarse en el Derecho Marítimo Internacional, ni tampoco existe un resquicio que permita la actuación del Tribunal de Derecho del Mar de Naciones Unidas.

Resulta curioso, cuando menos, este replanteamiento, que coincide con la acción directa de un estado pesquero como es España, que ha puesto en marcha una ley que permite el castigo no solo a los barcos nacionales que practican esa pesca ilegal sino a tripulantes, asimismo nacionales que, estando enrolados en buques de otras banderas, pueden ser castigados con duras penas económicas e incluso de inhabilitación para el ejercicio del oficio de pescador en cualquiera de sus responsabilidades, ya sea como oficial del buque o bien como simple marinero de cubierta.

Me pregunto si tras estas andanadas a la línea de flotación de las organizaciones que defienden la pesca responsable, se hallan los mismos armadores implicados en las capturas ilegales en, por ejemplo, aguas de Australia o Nueva Zelanda.