Solo aquellos que, como el arriba firmante, hemos perdido buena parte de nuestro pelo en la batalla con los años, o bien los que, en esa misma batalla han ganado ésta y han teñido de blanco su antiguo pelo negro, castaño, rojizo o rubio -que de todo hay en esta bendita tierra gallega- podemos presumir de haber conocido un mar limpio, lleno de vida y barcos de todo tipo. Un mar con xulias, fanecas, sargos, tranchos, sardina, caballa, jurel, besugos, congrios, rayas -que se tiraban al mar porque su valor era escaso-, escachos, calamares, pulpos, jibias, ostras, navaja y longueirón, nécoras, centollas, berberechos, almejas, volandeiras, santiaguiños, vieiras, caramuxos de mil especies... y todo lo que el lector pueda imaginar.

Pero hoy, algunas de esas especies han desaparecido y otras están en un momento tan absolutamente crítico que hacen pensar en su probable desaparición al cabo de unos -pocos- años.

Todo lo señalado era posible capturarlo a menos de dos horas de navegación desde el puerto base en cualquier rincón de Galicia, cuando no en las playas más próximas a las viviendas de los propios marineros o mariscadores.

Eran tiempos en los que la mar olía a mar y no a gasoil, en los que las irisaciones marinas no eran sino el reflejo del sol y, en la noche, la plata de la luna que en la mar, como en la poesía, riela.

Recientemente tuve a la vista un informe de la doctora Jeanna Jambeck, de la Universidad de Georgia (EEUU) según el cual alrededor de ocho millones de toneladas de residuos plásticos van a parar a los océanos, en su mayor parte procedentes de cinco países del área asiática: China (28% de esos desechos), Indonesia, Filipinas, Vietnam y Sri Lanka. Una cantidad tan inmensa de residuos plásticos que, anualmente, podrían cubrir el área de Manhattan (Nueva York) 34 veces hasta la altura del tobillo.

Dos ejemplos: la ría de Arousa siempre se guardó inmaculada y en ella sólo existía el mal olor procedente de una fábrica de harinas de pescado y el inherente a las muchas conserveras existentes en ambas orillas de ese pequeño y adorable mar interior. El segundo, la rada de mi pueblo, Cariño, donde lo único que desentonaba era el vertido del denominado río Cheirón o Sagrón, con su morca negra que vertía a la concha hasta que, hace unos años, tal vertido fue canalizado y eliminado el mal olor. Quedaba el característico de las fábricas de salazón y conservas que, aunque más o menos desagradable, era fácilmente soportable.

En uno y otro caso, y a pesar de esos malos olores, nunca se pudo haber dicho que el mar estaba contaminado.

Pero hoy -y cuando tanto en la ría arousana como en el entorno de Cariño existen playas impresionantes con aguas límpidas y, por tanto, transparentes- los océanos del mundo acumulan toneladas y más toneladas de plásticos que, con el paso del tiempo, se transforman -sin destruirse- en unas 270.000 toneladas de trocitos de plástico (seis billones de ellos navegando al albur del viento, las corrientes y las mareas) para que las tortugas marinas, las ballenas, los delfines y millones de peces los engullan en la creencia de que son comestibles. Plástico que se encuentra con relativa facilidad en el interior de los organismos más diminutos que forman la base de la cadena trófica.

Varias especies de zooplancton consumen estos microplásticos, incluyendo la larva de cangrejo y ostras. Se sabe, incluso, que algunas especies presentes en el plancton excretan el plástico ingerido a las pocas horas. Pero en ocasiones, señala el informe citado, cuando no tienen acceso a comida, el plástico permanece dentro del tracto intestinal por periodos de hasta siete días.

Esos ocho millones de toneladas de plásticos que cada año van a parar al mar equivalen a cinco bolsas de supermercado llenas de desechos plásticos por cada 30 centímetros de costa en todo el mundo.

Reivindico mi derecho como ciudadano a aquellas aguas limpias de la bahía de Cariño o las no menos transparentes de la playa de Area de Secada (Ribeira), donde si la mar ha sido siempre fría, su pureza compensaba el mal trago del primer baño.