Cuando te adentras en la noche solo te acompaña el ronroneo del motor del barco, las cabezadas de este en función del estado de la mar, el silbido del viento y el vuelo más o menos próximo de una gaviota que se busca la vida.

Dentro de ti van todas las vivencias. Los que están, los que se han ido, lo que has experimentado, lo que queda por experimentar, los compañeros, los amigos... y, en tierra, la familia que, sin pedir, está. Y está contigo sin estar tú con ella, porque lo tuyo ha sido la volanta, la línea, el rasco y, actualmente, el arrastre con ese aparejo que largas e izas según y como se dé cada lance. Pero, como aceite en el agua, en tu preocupación constante está -estuvo y estará siempre- el temor a no poder hacer frente a todo aquello que para ti ha significado y significa el haberte hecho armador y patrón de tu barco. Tu barco: esos 15 metros de eslora en los que se cobijan y trabajan siete hombres, contigo ocho, con otras tantas familias pendientes y dependientes de lo que tú, como patrón y armador, hagas. Unos con otros, casi una treintena de personas que comerán si tú aciertas no a llenar la bodega o el parque de pesca sino a lograr ese tope que se ha establecido como medida de supervivencia para que España -la grande y libre de siempre- sea reconocida en Bruselas no como una potencia pesquera en el conjunto de la UE, como una fiel cumplidora de los preceptos eco -no de economía, sino de ecología- con lo que los tuyos no comulgarán nunca porque la Unión Europea no puede buscar equilibrios jugando con el hambre y los problemas económicos de sus ciudadanos.

Enciendes un cigarro, contemplas como sin querer el último suspiro de un cielo que hasta hace un nada fue rojo y amarillo -qué casualidad, como la bandera que te obligan a llevar muy visible, en lugar preferente- y que, por momentos, se torna negro con jirones blanquecinos que hablan de un día que se va.

La mar ya es oscura. Y piensas en el banco al que tanto debes económicamente. Y en esos más o menos 800.000 euros que la Administración te concedió para poder construir tu barco de casi tres millones de euros. Y piensas también en cómo pagar la hipoteca solicitada para poder ser armador y, al tiempo, salvar tu casa y la casa de tus padres, con las que garantizas la viabilidad de una operación en la que jamás llegaste a creer que podrías embarcarte. Porque lo tuyo, tu embarque, siempre fue "ir al mar" en el barco de otro.

Ahora tienes que calcular lo que puedes lograr en cada marea para salvar a los tripulantes de tu barco -tú y tu familia incluidos-, salvar el barco, salvar la casa de tus padres y, de paso, tu propia casa, construida con tanto esfuerzo antes ya de ser armador y de la que todavía estás pagando otra hipoteca.

Y te dicen desde Corcubión un grupo de camaradas que debes pescar más allá de las 12 millas para cumplir lo que la Eurocámara dice, cuando algunos pescan en aguas tan interiores como son las de la ría. Te dicen que el arrastre es malo y tú crees que todo lo que mal se usa es dañino, pero que, en cualquier caso, va en función del uso que le des a cada arte. Que el arrastre es como otra arte cualquiera, que tú no te has llevado a casa las algas marinas que fueron tan abundantes entre cabo Corrubedo y Muxía, que tú no te has llevado el percebe de A Costa da Morte. Que lo malo está en el mercado de cuotas y cómo la Administración reparte linealmente las que corresponden a, por ejemplo, un barco que se hunde y deja a su armador con el culo al aire: pierde el barco y pierde la cuota. Y tú no quieres eso.

Qué negra está la mar. No hay luna. Se ha ido de marcha. Pero el motor del barco suena bien. A lo mejor hay faena, un par de lances buenos y a casa. Fuera de las doce millas, sí. ¿Y por qué no a 50 millas? Y tú defiendes el barco, la pesca y el trabajo. Era boa. Tú vives de la mar y crees en la posibilidad de un reparto justo para todos.

-Buenas noches, soledad. Suerte la tuya que no ves nada negro. Ni siquiera la mar.