Mientras el secretario general de Pesca, don Andrés Hermida, intenta transmitir energías a un sector pesquero depauperado, tristón, no sé si conformado ya a lo que los próximos meses le va a deparar en materia pesquera, sin ánimo para dar respuesta a tanto puñetero recorte en pesquerías como las del jurel, la caballa, la sardina, el bonito, etc., uno se ha quedado de una pieza al ver, en imágenes no trucadas, cómo un pescador extraía de las vísceras de un rape todavía vivo nada más y nada menos que el envase de un yogur que se había tragado y que ocupaba casi el 50% o más de la capacidad de su estómago.

Yo no sé si un pez como el rape, con lo feo que es, puede despertar simpatías entre las personas que vean las mismas imágenes que yo. Pero estoy seguro de que les dolerá -supongo que también al rape- visualizar ese envase de un yogur alojado en el estómago de ese animal a saber desde cuándo.

El marinero, en su actividad profesional, abre el estómago del rape y extrae a punta de navaja el envase. Este, evidentemente, procede del hombre. Pudiera ser, incluso, que algún marinero -no culpo a nadie en concreto- lo hubiese tirado al mar tras ingerir su contenido.

El rape, como es conocido, no se pesca cerca de la costa. El envase habrá recorrido a saber cuántas millas desde el lugar en el que fue a parar al mar. Y si el estómago del rape no hubiese sido abierto a punta de navaja, el pez podría haber llegado al consumidor y este haberse encontrado con el regalo, que tendría que tirar -no sé si con el pescado- al contenedor de elementos inorgánicos u orgánicos.

Cada vez hay más evidencias de cómo material plástico que no se degrada en el mar cubre amplias zonas de este. Un material plástico llamativo para muchas especies que lo engullen en la creencia -supongo- de que es alimento.

No quiero pensar en el malestar o dolor que un envase de lácteos puede producir en el estómago de una persona, pero sería, sin duda, el motivo primero para pensar en ir dejando esa práctica generalizada de convertir el mar en un basurero.

Desde mi infancia veo que el mar es receptor de todo lo que el sur humano no quiere o no consume por lo que sea. He visto arrojar al mar cubos y cubos con excrementos de casas en las que no había retretes; cómo, en un saco, se arrojaban al mar gatos o perros recién nacidos que los dueños del animal que los parió no quería; el daño que generan en la costa los vertidos que provocan los barcos cuando limpian sentinas... y he visto demasiadas veces animales petroleados por los derrames de mastodónticos buques-tanque que han abierto sus panzas a las olas y estas distribuyen la carga por el litoral más próximo.

Esto duele. Y mucho. Pero les aseguro que la visión de ese vídeo, que circula por las redes sociales, me ha creado una inmensa mala conciencia al pensar que el yogur que degusto todas las mañanas puede ir a parar al mar a pesar de que deposito el envase en su contenedor correspondiente cada noche que bajo la basura.

Estamos haciendo lo indecible por lograr que mañana nuestros nietos se bañen en un mar de plástico. Después de que este, evidentemente, haya acabado con la flora y fauna marinas.

Sufrimos ya las consecuencias de no ser consecuentes.