La costa se divisa a lo lejos gracias al lucernario ciudadano y a los destellos de los faros. Un artesanal navega a unas cuatro millas del puerto base. Los tres tripulantes del pesquero de apenas seis metros de eslora han arriado artes y esperan el resultado del trabajo realizado. Roberto, con sus auriculares blancos bien encajados en las orejas escucha el viejo estilo de la trompeta de Miles Davis que desgrana en la noche tranquila las dulce notas del Summertime de la ópera norteamericana Porgy and Bess. Sus otros dos compañeros fuman, el barco se balancea pausadamente en una noche inusualmente tranquila en esta época del año y después de los temporales de los días pasados. Pasó la Navidad con la misma rapidez que se alejan las esperanzas de salvar un año malo entre los muchos malos de los últimos tiempos. Artes menores, ya se sabe: miseria ambulante.

No es tiempo de verano, no. Es invierno. La trompeta engaña en la calma chicha aunque su sonido sea un despertar el alma en la esperanza de que las cosas cambien. Pero no cambian, no: Luis contempla a través del humo de su cigarro americano (ya nadie fuma tabaco español en la mar) el gran botiquín que le obligan las normas a llevar a bordo cuando lo más fácil, en caso de necesidad, sería acercar el barco a puerto para que si algún tripulante se encuentra mal (por accidente o por enfermedad) sea atendido en un centro médico. O utilizar el canal 16 para pedir el auxilio de una embarcación Salvamar u otra del Servizo de Gardacostas de la Xunta. Pero unos y otros cobran por este servicio, piensa Luis, con lo que lo más fácil es, efectivamente, poner proa a puerto y entregar a un médico al responsabilidad de la atención del paciente.

Gerardo también fuma. Habla poco. Muy poco, casi nada. Lo suyo es trabajar. Ya se sabe: mujer en el paro, que trampea la vida con limpieza de portales por horas y sin empresa ni declaración salarial, tampoco cotización a la Seguridad Social (total para lo que cobrará, si cobra, cuando le llegue el momento de dejar los portales y las escaleras de su trabajo de limpiadora); tres hijos en edad escolar que comen todos ellos en el centro público (menos mal) al que los llevan diariamente sus abuelos maternos (los paternos viven en la aldea). Gerardo mira constantemente al mar, como si quisiera hacer navegar su mirada en las pausadas (hoy) olas de la noche. Le gusta.

Roberto es un rara avis: escucha música constantemente y sus ojos recorren el cielo hoy preñado de estrellas. Esas estrellas que no ve cuando está en tierra. Piensa en la poca vida que le queda a la pesca artesanal y cómo él y sus padres están empeñados hasta las orejas para seguir pagando al banco el crédito hipotecario solicitado para comprar el barco. El ruido del motor de éste se acompasa a esa especie de cuchillo que es la proa y corta el mar. La noche es hoy sosiego. Echa un vistazo a los sistemas de ayuda a la navegación y a la sonda. A ver qué extraen del casi siempre excluyente mar. Summertime sigue enviando mensajes en sus claves musicales. Los auriculares son blancos, igual que el cable que los une al aparato reproductor que guarda con mimo en un bolsillo seguro.

Luis arroja la colilla de su cigarro al mar. Hay que izar el aparejo largado. Hay destellos plateados que anuncian pesca. Ojalá sea buena. Y valiosa. Están hartos de largar para solo cobrar ilusiones.

El faro de Cabo Ortegal sigue ahí. La lonja ya no pita como antes pitaba la de Cariño. Ni siquiera hay pescado que obligue a poner en marcha la sirena muda de tantos años de silencio.

Summertime. Luis, Gerardo y Roberto, sin prisas pero sin pausas, recogen sueños. A cuatro millas, la lonja, las casas, las familias, los bancos que esperan, la grata visión de la Concha, el edificio de la fábrica de hielo, las cuentas corrientes casi a cero.

Miles Davis. Summertime, de Porgy and Bess. América. Cariño duerme. Ni siquiera suenan, como antes, las zuecas de los marineros. Las nubes esperan en A Miranda.