Tal vez sea una consecuencia del mito creado por el supuesto rapto de Europa, conducida a Creta a lomos de Zeus, para la ocasión convertido en toro; pero lo cierto y verdad es que la nueva Europa es, a efectos marítimo-pesqueros, de lo más rancio del viejo continente.

Casi 31 años después del ingreso de la península Ibérica (con sus islas mediterráneas y atlánticas) en la ya modificada CEE, la "nueva" Unión Europea, ahora a 27, no ofrece ningún tipo de incentivo para que los países marítimos que la integran vayan más allá de lo que es, ahora mismo, pensar en qué posibilidades les deja esa especie de puerta semiabierta que es el divorcio a cara de perro que los jurídicos de la UE y el Reino Unido estudian a fondo, y las consecuencias que el mismo va a tener para la parentela de los divorciados (los estados miembros).

Si hasta ahora la nueva Europa tenía en la vieja los anclajes de los antiguos imperios -Francia, Inglaterra, España, Portugal, Italia- la deriva del Reino Unido y su especialísimo Brexit dan la vuelta a la tortilla (española, por supuesto) y deja en evidencia la inconsistencia de una asociación basada exclusivamente en los intereses comerciales no siempre bien definidos y, menos, entendidos.

Hay quien considera que la salida del Reino Unido del corpus comunitario va a deparar nuevas oportunidades para España y, supuestamente, Portugal en materia pesquera. Es probable. Pero mucho me temo que esto no sea otra cosa que una simple especulación más de cara a un nuevo rapto de esa Europa que ya no cuenta con Zeus para recluirla en Creta.

Las estructuras orgánicas de la UE apenas pierden de vista los postulados de la antigua CEE. Son esas estructuras perjudiciales a todas luces para una España que ya no es imperio a pesar de ser la cuarta economía de la zona euro y el primero de los estados miembros en materia pesquera (con una comunidad autónoma, Galicia, que es la región europea más importante en lo que a pesca se refiere). Y contra esas estructuras debe centrar España sus planteamientos cuando a la hora de sentenciar el divorcio del Reino Unido, la Unión Europea reasigne funciones y dependencias, partidas y contrapartidas. También en lo que hace referencia al sector pesquero, en el que el Gobierno español debe hacer valer su condición de portavoz de un Estado miembro sin el cual la unidad pesquera no es tal y, por tanto, la Política Pesquera Común no tiene sentido.

Que el Reino Unido va a negociar con la vieja nueva Europa las condiciones de su abandono de hogar es algo que nadie duda. Y que va a negociar con todo lo que su añeja historia le permite, tampoco. De ahí que España -tan vieja como el Reino Unido y con tanta historia como este en materia marítima y más que ellos en materia pesquera, aunque carezca de aguas tan ricas como las de los vecinos de las islas- tenga la necesidad no solo de preparar sus argumentos, sino de azuzar en las instancias comunitarias a los negociadores para que, a la hora de la verdad, el reparto de las posibilidades pesqueras que deje el Brexit se decanten en favor de un estado con regiones muy dependientes de la pesca, con una tradición pesquera evidente y con aspectos muy perjudiciales -emanados de las negociaciones del acceso a la CEE- que la nueva Europa han venido arrastrando de la obsoleta Comisión Económica Europea, sin opciones de cambio.