Recuerdo vivamente aquel tiempo en el que, allá por los años 50, 60 y 70, miles de gallegos embarcaban en las estaciones ferroviarias de A Coruña y Vigo con destino a Róterdam. Muchos de aquellos trabajadores apenas superaban los 20 años de edad. Viajaban en grupo, raramente lo hacían en solitario. Para la inmensa mayoría de ellos era el primer viaje a un país extranjero. Lo era también fuera de su localidad de residencia habitual. Como muy lejos habían llegado, en aquella época, a Ferrol, Cádiz o Cartagena para cumplir los más de dos años de servicio a la Patria como marineros porque sus respectivos padres los habían inscrito en la comandancia militar de Marina de turno debido a que no era muy grato hacer la "mili" por Tierra (a pesar de que era menos tiempo).

Entre aquellos marineros que buscaban salida a su vida en Holanda figuraba un buen número de labradores, albañiles, carpinteros, etc. que cobraban unos salarios ínfimos y que con su juventud reclamaban un sueldo que, además de permitirles vivir dignamente, llegase para enviar a casa de sus padres un poco de lo que estos les habían ido entregando a lo largo de la vida.

Róterdam era punto intermedio de destino y lugar de acogida, gracias a la organización Stela Maris, desde el que dar rienda suelta a sus sueños de embarcarse en un buque mercante extranjero. Muchos de ellos lo hicieron en barcos de pabellón noruego. En estos eran bien (muy bien) acogidos los tripulantes gallegos cuyos principales valedores en los barcos a enrolarse eran vecinos o conocidos que les transmitían las posibilidades existentes de embarque. Una vez tomada la decisión de navegar, fijaban el rumbo a la ciudad holandesa situada al sur de La Haya o, en su defecto, a la de Ámsterdam, al nordeste de la anterior. En poco más o menos de una semana, el embarque se producía y el tiempo comenzaba a contar casi siempre para bien, pero nunca con el pago del peaje de la morriña y el aprendizaje en la obediencia a un superior que escasamente chapurreaba el español y que exigía respuestas adecuadas desde el primer momento de su estancia a bordo.

Aquellos marineros gallegos son, hoy, abuelos que ven con asombro cómo la juventud actual carece de trabajo en los puertos españoles, rechaza o ignora el empleo en la pesca de bajura y altura, y cómo los armadores van a la caza y captura de mano de obra extranjera (lo que significa ser barata, cualificada y obediente), que es lo mismo que a esos abuelos les exigían entonces en los buques mercantes en los que, en Róterdam o Ámsterdam, se habían enrolado.

Mano de obra barata. Es lo que importa. Y es algo de lo que la Organización Internacional del Trabajo (OIT) trató en Ginebra (Suiza) en la segunda quincena del mes de septiembre bajo el lema Promover el empleo, proteger a las personas, referido al trabajador migrante, cuyas actuales condiciones de vida y trabajo tanto se asemejan en la mar a aquellas que entre los 50 y 70 del siglo pasado hubieron de soportar aquellos que, en la actualidad, se asombran de la carencia de relevo generacional en el mar en Galicia.