Salvo en el plano visual y, algunas veces, en el estético, hay pocos motivos de satisfacción en esta película que viene a ser, respecto a la primera cinta de la saga que vimos en 2012, Blancanieves y la leyenda del cazador, la típica variación sobre el mismo tema que tanto ha explotado Hollywood.

Es, desde luego, inferior a la primera y ni siquiera consigue hacer realidad los factores primordiales de una historia semejante, la vitalidad de los personajes, el clima de magia y de misterio necesario para cautivar al espectador y el romanticismo que impone su ley en los momentos más difíciles.

Cosas que podrían fácilmente achacarse al director, el galo Cedric Nicolas Troyan, en su condición de novato en la realización, aunque no hay que pasar por alto que por su labor como responsable de los efectos especiales de la primera fue nominado al Oscar. En cualquier caso, si algo se hace patente es que esta interpretación de unos hechos y de unos seres vinculados al cuento de Blancanieves puede resultar, en líneas globales, entretenida siempre que no se le juzgue con criterios demasiado rigurosos.

Y su mayor y casi única virtud es que consigue elaborar una precuela del filme precedente contándonos con detalle el mundo en el que se movería la bella princesa, antes de que esta última hiciera acto de presencia y desatase con su belleza la ira de la reina Ravenna. Por eso aquí los verdaderos protagonistas no son otros que el cazador Eric y la reina Freya, a cuyo servicio se entrega aquél.

Y es que a pesar de que Freya se ha alejado de su malvada hermana y se ha instalado en un remoto reino de hielo después de que Ravenna congelase su corazón, las hostilidades entre ambas no tardan en producirse. No obstante, la reina bondadosa está decidida a vender muy cara su piel y recurre a un ejército de cazadores para intentar vencer.