Tocase o no la pared antes que la australiana Madeline Groves y la japonesa Natsumi Hoshi, Mireia Belmonte ya había hecho historia. Pero en algún sitio estaba escrito que iba a ganar el oro en 200 mariposa. Seguramente porque era su momento, no había otro aquí y ahora más propicios que en Río de Janeiro. Y casi con certeza porque aparecía con letras doradas en el libro de su destino, el que ella misma se fue trabajando para sí en sus maratonianas sesiones de entrenamiento, en sus interminables concentraciones en Sierra Nevada y en su dedicación y esfuerzos diarios en la piscina. Nada es fruto del azar en esta medalla por más que se decidiese por solo tres centésimas a su favor. Se decantó de su lado gracias a la decisión con la que se tiró a por todas en la final. Quería ser campeona olímpica y sabía lo que tenía que hacer: salida cómoda a un minuto en los primeros cien metros, apretar en el tercer largo para llegar al último viraje e imponer su nado subacuático para afrontar primera el último cincuenta, donde solo le quedaba morir hasta terminar. No lo pudo hacer mejor. Una carrera para la posteridad.

Solo era el último guión de un plan que Belmonte ha ido cumpliendo paso a paso a las órdenes de Fred Vergnoux después de que en Londres 2012 ganara dos medallas de plata (200 mariposa y 800 libres) que le dejaron con ganas de más. Demasiado cerca del primer escalón del podio como para no ansiar subirse a él. Y es que Mireia era una reina sin trono, una campeona sin título. Y a buscarlo se dedicó los últimos cuatro años, con el paréntesis de una lesión en el hombro en 2015 que a punto estuvo de truncar el sueño. Nadadora y técnico fueron más allá. No valía solo con dar largos y más largos en una piscina. Tonificaron sus músculos, redujeron su porcentaje de grasa corporal y cronometraron sus descansos casi más que sus tiempos en la piscina. De las pocas capaces de soportar las condiciones del serio y exigente preparador francés.

Hace ya cinco años que no se puede entender al uno sin el otro. Un maestro y su alumna más aplicada. El francés siempre va con ella, pero sin la necesidad de dar la nota como el musculado marido y entrenador de Katinka Hosszu, con esa pinta de macarra recién salido del gimnasio. Con Vergnoux dio el paso definitivo a la elite, un cambio de mentalidad con el que llegaron las medallas en Londres 2012 y en el Mundial de Barcelona 2013. Pero seguía faltando el oro. Con las cartas sobre la mesa, el 200 mariposa fue la prueba elegida para lanzar el órdago. En Londres había salido con una rabia poderosa tras varias decepciones y dominó 150 metros para verse superada al final. El premio a su valentía fue de plata. Aprendida la lección, con cuatro años de machacar su cuerpo por el medio, el oro, además del bronce en 400 estilos, ya cuelga de su cuello.