Uno de los aspectos más gratificantes de los Juegos Olímpicos es el respeto por los jueces. Acostumbrados a las malas caras, los gestos de desprecio e incluso los insultos que abundan en el fútbol, casi siempre sin castigo porque sino los árbitros se quedarían solos, las dos semanas de competición olímpica son un ejemplo de cómo deberían ser las cosas.

La mayoría de los deportistas se juega mucho en cada cita olímpica. Esos días cada cuatro años, a veces sólo minutos o segundos, es su única oportunidad de hacerse visibles para el gran público. Pues, aún así, es muy raro asistir a pérdidas de papeles ante los que arbitran de los practicantes de hockey, balonmano, waterpolo, voleibol, baloncesto y, por supuesto, rugby.

También ayuda el recurso a la tecnología en algunos de ellos, cuando el ojo humano es incapaz de decidir sobre una acción que puede resultar determinante para el resultado. Algunas selecciones siguen en Río gracias a la revisión en vídeo de una jugada conflictiva. Un parón de menos de un minuto puede valer una medalla olímpica. Merece la pena esperar.

Los puristas del fútbol dicen que el error arbitral forma parte del encanto del deporte más popular del planeta, pero maldita la gracia que les hace a los perjudicados. Tampoco se trata de tirar la línea del fuera de juego en un monitor en cada acción al límite, pero goles ilegales como el que le dio a Inglaterra su único Mundial, o como el de Maradona en México-86 que abrió a Argentina el camino hacia el título, no deberían de repetirse. Sobre todo en estos tiempos en los que hay medios para salir de dudas de forma precisa y rápida.