Estos días, y a propósito de los miembros y las miembras de la ministra Aído, hemos asistido a un episodio más del malestar en el lenguaje. No estamos a gusto con la gramática. Y lo que importa ahora no es el caso concreto de las miembras, sino la cuestión de fondo. ¿Qué nos pasa? ¿Por qué los vascos y las vascas, por qué todos y todas, por qué los licenciados y las licenciadas, etc.? Da la impresión, por la virulencia con la que unos y otros exponen sus argumentos, que en realidad se habla de otra cosa. Y, en efecto, se habla de otra cosa. Se habla, por ejemplo, de si las normas gramaticales transmiten ideología, de si fijan comportamientos, de si reflejan posiciones.

La mayoría de los entendidos en cuestiones gramaticales aseguran que la lengua no es sexista. Cuentan para demostrarlo con una cantidad notable de argumentos. Quienes afirman lo contrario, también. Estos días circula por internet una demostración irónica de que la lengua castellana "no es machista en absoluto", basada, entre otros, en los siguientes ejemplos: Un zorro es un espadachín justiciero; una zorra es una puta. El perro es el mejor amigo del hombre; la perra es una puta. Un aventurero es un tipo valiente, osado, un hombre de mundo; una aventurera es una puta. Un hombre público es un personaje prominente; una mujer pública es una puta. Un adúltero es un hombre infiel; una adúltera es una puta. Un hombre que vende sus servicios es un consultor; una mujer que vende sus servicios es una puta. Y así sucesivamente. El diccionario, por su parte, está lleno de perlas sexistas que describen la realidad con la voluntad de que la realidad no cambie.

Afirmar que el machismo no se refleja en el lenguaje es como decir que la condición de gánster no se percibe en las manifestaciones verbales. Los pistoleros no se expresan como los obispos, ni los investigadores como los carreteros. Es imposible que el machismo del que venimos, y en el que en gran medida continuamos instalados, no tenga su repercusión en el habla. Todo lo que pasa por la realidad se manifiesta en las palabras. Bastaría el reconocimiento de la incomodidad a la que nos referíamos al principio para comenzar a entendernos.