Casi medio siglo después de que el italiano Marco Ferreri filmase en España El pisito y El cochecito, aquellos dos símbolos del entonces tímido despegue económico español se han venido simultáneamente abajo. Más que una película de humor neorrealista, Ferreri se vería obligado a rodar ahora un filme de terror.

Como si se hubieran puesto de acuerdo para amargarle la vuelta de las vacaciones a aquellos imprudentes que decidieron tomarlas, los papeles informaban ayer de una caída (oficial) del 5% del valor de las viviendas y de un derrumbe casi sin precedentes del 41% en la venta de automóviles. El piso y el coche, signos externos de la prosperidad española, lo son también ahora de una crisis que, según algunos cenizos, amenaza con proletarizar a la clase media del país.

Los más memoriosos o los meros aficionados al estudio de la Historia recordarán si n duda que el acceso de las clases medias al piso y al coche fue el primer signo de que empezaba a quedar atrás la España hambreada de la posguerra. Tamaño salto económico y sociológico a la vez ocurrió allá a finales de la década de los sesenta, cuando los tecnócratas del franquismo tardío llenaron las carreteras de Seat 600 y las ciudades de polígonos de viviendas.

Con el paso de los años llegaría el fin biológico de la dictadura, el advenimiento de la democracia light, el ingreso en la Comunidad Europea y -de resultas de todo ello- una época de prosperidad nunca conocida hasta entonces. El país le dio la vuelta a sus viejas costuras y dejó atrás la boina, pero en modo alguno menguó la devoción tan típicamente española por la casa y el coche. Bien al contrario, los dos grandes tótems de la pequeña burguesía apenas recién nacida pasaron a ser el eje sobre el que giraba el grueso de la producción española. Ludópatas del ladrillo, los españoles se lanzaron a invertir en el casino del hormigón con tal ansia que el negocio de la especulación inmobiliaria no tardó en convertirse en el motor de la economía. Tanto es así que hace apenas dos o tres años todavía se construían en España más viviendas que la suma de las edificadas en Alemania, Francia y el Reino Unido, detalle suficiente para alertar sobre la posibilidad de que el país corría sin frenos y con el serio riesgo de derrapar si viniesen curvas. Inevitablemente, la curva de la crisis apareció y ahora acabamos de estrellarnos.

Los primeros en sufrir los daños del choque han sido, lógicamente, el coche y el piso que en su día simbolizaron la salida del subdesarrollo. El mercado de la vivienda se ha parado en seco y el del automóvil vive paralelamente un desplome como no se recordaba desde hace más de década y media.

Infelizmente, esto bien pudiera ser sólo el principio. Una vez gripado el motor de la construcción, el efecto dominó tiende en buena lógica a arrastrar a todos los demás ramos de actividad del país. Primero cae el negocio del ladrillo, luego el de la industria auxiliar, más tarde sufren el embate los bancos que financiaban por igual a promotores y compradores, después se hunde el consumo de automóviles por falta de financiación y así hasta llegar al fondo de un pozo cuya profundidad ni siquiera conocen los zahoríes de las finanzas.

Han sido muchos los años en los que este país vivió por encima de sus posibilidades, siguiendo la vieja tradición histórica de aquellos hidalgos aparentosos del Siglo de Oro que espolvoreaban migajas de pan sobre la barba para disimular su forzoso ayuno. Poco importa que el de Oro fuese en realidad un siglo de piojos para la mayoría de la población del Imperio o que produjese ya entonces más literatura que maravedíes.

Ahora que se acaba también la más modesta Década Áurea del hormigón, los españoles descubren, sobresaltados, que el viejo sueño del pisito y el cochecito se ha convertido en su pesadilla. Pero a ver quien nos quita lo bailado.

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