Los psicólogos afirman que uno de cada seis pasajeros padece miedo a volar, lo cual demuestra que los psicólogos vuelan menos de lo esperado. Un trabajo de campo obligaría a corregir las estadísticas en "sólo uno de cada seis pasajeros confiesa que padece miedo a volar, como los otros cinco". El estudio también permitiría comprobar que la religiosidad se refugia en los aviones, donde una proporción consistente de agnósticos experimenta una súbita conversión al catolicismo militante, y donde la menor vibración desata un palpable desasosiego. El psicólogo que haya contemplado a un comandante -que viaja con el pasaje- santiguándose al emprender un vuelo, se reafirmará en los peligros de adentrarse en el resbaladizo territorio de las probabilidades. La proporción de una catástrofe aérea sobre un millón de traslados reconforta a cualquiera, siempre que le aseguren que se halla entre los 999.999 viajes exentos de drama. El abuso de confianza en la hubris humana, también llamado aviación, consiste en colocar a nueve mil metros de altura una máquina de sesenta toneladas, cargada con quince toneladas de combustible, el equivalente a que cada pasajero viajara en compañía de un bidón de cien litros de keroseno. A continuación, se le imprime al conjunto una velocidad de 900 kilómetros por hora. El viaje transcurre a menudo en horario nocturno, y en condiciones meteorológicas que desaconsejarían salir de casa. Pese a ello, se garantiza una seguridad apreciable, aunque la picaresca de las comparaciones obvia a menudo que el número de desplazamientos en carretera es muy superior. El secreto del éxito del avión ha consistido en templar la audacia de Icaro con las precauciones de Dédalo. La Tierra entera es un avión, pero no se requiere apelar a Julio Verne para asombrarse de la subjetividad en los baremos de riesgos. Por ejemplo, la persona que enciende hoy un cigarro corre más riesgos que el pasajero que se embarca en un vuelo. Las bañeras no pueden competir en glamour con los aviones, pero provocan más accidentes. Un fanático de la seguridad debe abandonar apresuradamente su domicilio, sede de la mayor parte de muertes violentas. Sin embargo, la pasión humana por el miedo -la fobofilia- concentra en el aire los temores de seres que viven continuamente en el aire, por mucho que se aferren a su extraña nave espacial. En fin, un ciudadano con el colesterol disparado, hipertensión o sobrepeso, debe reordenar sus prioridades si recela al acceder al aparato. La estadística tiene sus caprichos. Cuando el director general de Aviación Civil abruma a la audiencia con las cien inspecciones que Spanair habría superado "en general", olvida decir si alguna de ellas se centró en el avión siniestrado

-debieron ser dos, para guardar las proporciones con la flota de la compañía- o en los restantes familiares del MD82. También estadísticamente, más de un ciudadano que se niega a abrocharse el cinturón de seguridad en su vehículo blasfema hoy contra los supuestos incumplimientos en seguridad del aparato siniestrado. La auxiliar de vuelo rescatada del desastre asegura que nunca volverá a volar. La primera pasajera dada de alta regresó a Canarias a bordo de un avión que la mayoría no sabría distinguir del accidentado. Decidir cuál de las dos mujeres peca de mayor imprudencia generaría un debate bizantino. La expresión miedo a volar debería corregirse en miedo a no volar, a caer. En el balance de víctimas, que debe guiar la asignación de recursos públicos, en un mes han muerto más personas en avión que en la última década a manos de ETA. Sin embargo, sería injusto reclamar seguridad a rajatabla, cuando los pasajeros incumplen incluso la norma básica de desconectar a bordo sus teléfonos móviles. Sonroja que se hable de secuestro del pasaje, al analizar el derecho a apearse de un avión ya embarcado. Si se respetara esa decisión individual, con lo que conlleva de regresar a la terminal, abrir el avión y descargar el equipaje de la bodega, el amotinamiento del resto de viajeros enfurecidos se polarizaría contra el incauto que desea ejercer su libertad. Por acabar en el principio, en los años ochenta, la tragedia del sida vino acompañada por un síndrome psicológico igualmente agudo. Si una persona hubiera decidido entonces mantener inalteradas sus pautas sexuales, pero hubiera dejado de fumar, y otra se hubiera iniciado en el tabaco para calmar la desazón que le ocasionaba la castidad que se había impuesto para sortear el virus, ninguna habría adoptado una pauta médicamente recomendable pero, ¿cuál de ellas tiene, veinte años después, más probabilidad de enfrentarse a una grave enfermedad?