No olvidaré nunca unas declaraciones de Tarradellas, cuando se estaba gestando el Estado de las Autonomías, en las que dijo que Cataluña, en materia de autogobierno, no podía ser tratada como Castilla. La polémica fue mayúscula. Convendría preguntarse con serenidad si no tenía en gran parte razón el político catalanista.

Ruego al lector que repare en lo que cuenta Armas Marcelo en su libro Los años que fuimos Marilyn, hablando de una cena que tuvo lugar en 1984, entre cuyos asistentes se encontraban José Hierro, Torrente Ballester, Juan Benet y Rafael Conte, donde el invitado estrella era Adolfo Suárez: "Recuerdo cómo Adolfo Suárez fue explicando, mecanismo a mecanismo, error a error, y pieza a pieza, a un Benet absorto y curioso ante la magia verbal de Suárez (al menos en esa noche la tuvo), las razones de alta política que hicieron necesario ese camino de las autonomías por donde al final se han colado las más excelsas mediocridades de la vida española en la actividad política contemporánea. Los demás comensales seguimos atentos las explicaciones de Suárez, que se extendió en razonamientos cuya argumentación resultaba en esos momentos irrefutable para todos nosotros. Clavero Arévalo no había sido más que un instrumento sintáctico de Suárez para cerrar el puzzle sorprendente de las autonomías y el mapa de la España política de las décadas posteriores. Suárez dijo que los socialistas mantuvieron la teoría contraria de las autonomías antes del año 80. Eran, recuérdese, federalistas y, por tanto, todo lo contrario de lo que fueron después: autonomistas. Dijo que el centralismo español era, como todos sabíamos, el responsable máximo de los desequilibrios constantes entre las regiones y las reivindicaciones históricas de los distintos territorios de España. Dijo que todo se había cerrado mal, que España era una gran cicatriz a la que había que intervenir con una cirugía de guantes de seda. Y dijo que la autonomía, en todo caso, era un artefacto que iba a funcionar algunos años, quizá más de lo que pensábamos, pero que tal vez habría que refundar en futuro a España como Estado federal. Depende de las circunstancias y de cómo vayan funcionando las autonomías, no sólo en la política, sino en la mentalidad de la gente, dijo Suárez".

¿No son más pertinentes que nunca estas consideraciones de Suárez? ¿Es políticamente incorrecto preguntarse si hubiera sido mejor partir de un Estado con tres grandes autonomías, Cataluña, Galicia y el País Vasco, y descentralizar el resto?

¿Por qué la izquierda sigue sin poner sobre el tapete una concepción de España integradora y democrática, distinta a aquella España de charanga y pandereta a la que se refirió Machado en un poema inolvidable? ¿O es que la fórmula de Clavero Arévalo era la suya? Cuesta aceptar eso, ciertamente.

Américo Castro supo ver la procedencia histórica del problema territorial en España de una forma lúcida y rigurosa: "La angustia española de los subnacionalismos y los separatismos no tendrá alivio mientras los capítulos de agravios y dicterios no cedan el paso al examen estricto de cómo y por qué fue lo acontecido. El convivir de los individuos y las colectividades se basó en Occidente en un almohadillo de cultura moral, científica y práctica, pues en otro caso hay opresión y no convivencia. Castilla no supo inundar de cultura de ideas y cosas castellanas a Cataluña, como hizo Francia con Provenza y luego con Borgoña".

¿Se resolvió esa "angustia" de la que habla don Américo? ¿Se consiguió en estas tres décadas de democracia hacer de la España plural ese "sugestivo proyecto de vida en común", que es una nación, al decir de Ortega, siguiendo a Renan? ¿Se eliminó del sentir colectivo aquello que señaló Gabriel Jackson en el sentido de que España, desde los Borbones, trató a sus regiones como si fueran colonias?

¿Puede Galicia olvidar el sentimiento de marginación que reflejó Rosalía de Castro en sus escritos? ¿Puede Cataluña pasar por alto la persecución que vino sufriendo su idioma y su cultura? ¿Puede -y aquí el problema es mucho más complejo- el País Vasco encontrar una respuesta que permita convivir en sus territorios a los que no desean la ruptura con España con aquellos otros que dicen apostar por la independencia, al margen de la mayor o menor sostenibilidad histórica de este discurso? Llegados a este punto, es necesario citar de nuevo a Ortega: "Pocas cosas hay tan significativas del estado actual como oír a vascos y catalanes sostener que son ellos pueblos oprimidos por el resto de España. La situación privilegiada que gozan es tan evidente que, a primera vista, esa queja hará de parecer grotesca. Pero a quien le interese no tanto juzgar a las gentes como entenderlas, le importa más notar que ese sentimiento es sincero, por muy injustificado que se repute. Y es que se trata de algo puramente relativo. El hombre condenado a vivir con una mujer a quien no ama siente las caricias de ésta como un irritante roce de cadenas. Así, aquel sentimiento de opresión, injustificado en cuanto pretende reflejar una situación objetiva, es síntoma verídico del estado subjetivo en que Cataluña y Vasconia se hallan". Pásmese el lector ante el hecho de que esto lo escribió Ortega en 1921.

Ni se ha terminado con la angustia de la que hablaba Américo Castro, ni tampoco con el sentimiento de opresión al que se refirió Ortega. Ergo, el Estado de las Autonomías no ha resuelto, tampoco en términos existenciales, el problema.

Hay quien, yendo más allá, propugna como solución el federalismo. A este respecto, yo tampoco pasaría por alto lo dicho también por Ortega: que un Estado federal es el resultado de un pacto entre territorios que nunca estuvieron unidos y que buscan un proyecto común. No tendría sentido, según el filósofo, federar territorios que no estuvieron separados.

El problema sigue irresoluto. Y, por si esto fuera poco, la solución ideada en la transición hace aguas por todas partes en un momento en que la clase política es más mediocre que nunca. Lo peor de todo es que a veces la realidad demanda respuestas en momentos muy poco propicios.