No recuerdo dónde leí la historia de una conferencia dada en Londres por Sir Fred Hoyle, el astrofísico que sostenía que la vida se originó fuera de nuestro planeta, en la que comentaba cuánto le quedaba de vida al universo: 15.000 millones de años, pongamos. En el turno de preguntas, una de las personas asistentes a la charla le pidió que repitiese la cifra, Quince mil millones, dijo Hoyle. Qué susto -replicó, aliviado, el oyente- había entendido mil quinientos.

No sé si es un signo de depresión o, por el contrario, de un optimismo a toda prueba el que se preocupe alguien por lo que pueda suceder dentro de quince millones de siglos, alegrándose ante la noticia de que el fin del mundo se producirá en realidad cuando transcurran ciento cincuenta. Aunque esa cifra es más bien exagerada: mucho antes, dentro de cuatro o cinco mil millones de años, el Sol habrá consumido todo su depósito y dejará de ser una estrella; el origen, por cierto, de lo que sostiene la vida en nuestro planeta. O bien para entonces se dispone de un vehículo capaz de viajar en busca de otros mundos, o los humanos moriremos con la propia luz del sistema solar. Aunque, puestos a ser optimistas, nada como creer que habrá seres humanos para entonces. Sobre todo teniendo en cuenta cómo tratamos nuestro planeta y sus recursos ahora que el sol se mantiene lozano.

¿O no? Las manchas solares, ésas que permitieron a los primeros astrónomos entender que las estrellas no eran entidades celestiales y estaban sujetas, como cualquier otro objeto, a las imperfecciones y sobresaltos, llevan un tiempo brillando -permítaseme el oxímoron y la metáfora burda- por su ausencia. Llevamos un año de tranquilidad solar por lo que hace a las manchas que salpican su superficie pero como tampoco sabemos gran cosa acerca de qué mecanismo regula la actividad de las capas externas del Sol, resulta difícil hacer cábalas acerca de lo que significa para nosotros eso.

Estábamos, no obstante, en la cuestión del tiempo. Lo medimos por comparación a aquello que afecta más a nuestras vidas: días, con la pauta de la sucesión de amaneceres y ocasos; meses para marcar la sucesión de las estaciones; años como referencia más indicada para la vida humana. Hablar de siglos tiene poco sentido y no digamos ya de los milenios salvo que se dé la circunstancia insólita -dictada, por otra parte, por los caprichos del calendario que construimos nosotros mismos- del advenimiento de una nueva centuria. Lo que le quede de vida al Sol es, dejando de lado a los especialistas y a los profetas, una cifra carente de significación. Pero el tiempo también resulta, ¡ay!, relativo de otra manera más dolorosa: se vuelve instantáneo cuando tiramos de la memoria acordándonos de la infancia. Quizá si viviésemos media docena de eones las manchas del sol deberían inquietarnos. Pero incluso en esas circunstancias nosotros los humanos pensaríamos que la vida es un suspiro fugaz.