. n casi cuarenta años de profesión he trabajado para docena y media de directores de periódico. Como es de suponer, tanto en los aspectos meramente profesionales como en las relaciones humanas, entre ellos hubo de todo, desde auténticos caballeros como Juan María Gallego Tato, que jamás te echaba una bronca porque era el primero en sufrir sus consecuencias, hasta un tipo tan fraternal y magnífico como José Luis Gómez, a quien no me importaría regalarle mis bolsillos y un riñón si por alguna razón los necesitase. Todos de uno u otro modo medida influyeron en mi formación o contribuyeron a determinar algunos de los rasgos esenciales de mi carácter. Ni uno solo de ellos me fue por completo indiferente, aunque he de reconocer que hubo unos cuantos a los que solo les debo la suerte de no haber odiado el periodismo por culpa de trabajar demasiado tiempo a su lado. Pero hay un hombre hacia el que no puedo evitar sentimientos encontrados, seguramente porque el tiempo que trabajé a sus órdenes fue lo bastante largo como para que entre nosotros ocurriese de todo. Ese hombre se llama José Manuel Rey Nóvoa y puedo decir de él que tantos años de periodismo a su lado me sirvieron para que lo recuerde ahora como una mezcla de cuáquero y sargento de marines, un tipo duro y al mismo tiempo razonable, alguien de quien puedo jurar que me inculcó la idea de que el periodismo era un trabajo apremiante en el que, por extraño que pareciese, incluso leer el periódico podría ser una imperdonable pérdida de tiempo. Fue tan jodidamente duro conmigo, que cuando en enero del 73 me incorporé a la Armada, la disciplina militar me pareció un pic-nic en un parvulario, y las marchas con armas y pertrechos para hacer tiro en el arenal de Doniños, una descansada procesión. Sin embargo, aun permaneciendo en filas seguí aprendiendo el oficio de periodista a su lado en aquel 'Correo Gallego' en el que él era todavía director en la sombra. Me pregunto a veces como pude resistir tanta angustia hasta que dejé aquel periódico en el verano del 86 y por qué diablos mis relaciones de pareja, con ser más agradables, se resentían en cambio con tanta facilidad. Aunque me duela admitirlo, conozco la respuesta: aguanté porque por alguna extraña razón a mi me parecía que aquel director me estaba inculcando el periodismo con una mezcla de dolor y de afecto que no tenía muy claro que me estuviese creando adicción, lealtad o asco, como un músico a quien el director de la orquesta le despertase el amor a la música golpeándole las orejas con la batuta de dirigir el Vals triste de Sibelius. A José Manuel Rey Nóvoa le debo los mayores sufrimientos como periodista pero he de reconocer que le debo también el descubrimiento de que la felicidad es más inolvidable cuando la encuentras al final de un dolor, del mismo modo que no me importa admitir que fue él quien me inculcó la idea de que recién salido a la calle con tu firma, el periódico es incluso más satisfactorio y más decente que el pan. Aunque me duela admitirlo, la verdad es que creo con absoluta sinceridad que al margen de tantas inclemencias, mi formación como periodista en buena parte fue sin duda cosa suya. Aprendí con muchas amarguras, es cierto, pero a la larga tengo la razonable sensación de haberme hecho como periodista al lado de alguien que parecía estar convencido de que un atleta corre más cuando está deseando llegar a la meta aunque solo sea para aliviar el dolor que le producen las malditas zapatillas. Saber que vigilaba mi rendimiento me sirvió para adquirir velocidad al teclear; la certeza de que lo mío sería lo primero que leyese al despertar por la mañana, ayudó a que escribiese con esa punta de franqueza, patetismo y desesperación con la que espera el reo de muerte ganarse in extremis el indulto del gobernador. Sufrí muchas amonestaciones mientras trabajé a su lado y la verdad es que me cuesta recordar que alguna vez tuviese aquel director la humana flaqueza de felicitarme, salvo que su silencio o su simple sonrisa me parecían entonces la única señal de sensible debilidad que podría esperar de él. No importa. Lo que cuenta es recordar con gratitud lo bueno y no dejar que la memoria convierta en rencor lo malo. Doy por bien empleado todo cuanto me ocurrió entonces, admitiendo incluso que el filo de un látigo es sitio bastante para escribir algo verdaderamente hermoso sobre el dolor. Hace mucho que o me cruzo con José Manuel Rey Nóvoa y no sé si me lo encontrará alguna vez entre ahora y la muerte, pero por si no volvemos a vernos, quiero que sepa que aquellos años a su lado fueron decisivos en mi formación como periodista e imprescindibles para entender muchos de los rasgos de mi personalidad. No sé si estaremos equivocados, José Manuel, pero a veces pienso que comparado con la agridulce pasión del periodismo, la muerte es una simple mariconada. Y por si te sirve de algo te diré que aún ahora, al cabo de tantos años y de tanta distancia, no hay una sola frase que no haya antes imaginado escrita en el filo de aquella batuta con la que durante catorce años me demostraste que no se puede ser periodista si antes no se tiene la certeza de que incluso un folio en blanco puede ser noticia. En cuanto a lo que siento por ti como persona, no me importa en absoluto admitir que mientras escucho a Richard Harris cantado MacArthur Park, y aunque sea por mi propio bien, me resulta fácil creer que si alguna vez me hiciste daño fue porque sabías que, por punzante que sea, no hay un solo dolor que el tiempo no pueda convertir en simples efemérides. Y también, ¡qué demonios!, porque ambos en el fondo intuíamos que tratándose de periodismo, ni siquiera el rencor es algo que se pueda dejar para el día siguiente.

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