Hace una semana el alcalde Losada se mostraba favorable a la recuperación del topónimo castellano de la ciudad y el número uno del socialismo gallego, Vázquez, se sumó a esa postura. Sólo habría que modificar la ley de normalización lingüística que excluye el empleo del castellano en la toponimia oficial gallega, algo al alcance de dos grupos parlamentarios que suman más de las cuatro quintas partes de la cámara, 63 de 75 escaños. De inmediato, los máximos responsables, gallego y coruñés, del BNG criticaron duramente a los políticos citados y la rectificación de Vázquez no se hizo esperar: no hay sitio para el topónimo castellano.

No se trata de una letra, ni de un topónimo. Se trata de la imposición de una exclusión sostenida con los argumentos conocidos: la lengua excluida no es la propia, no figura en el ADN de los gallegos, ni su primera seña de identidad; habiendo sido perseguida la propia en el pasado por el poder y despreciada por los señoritos, es de justicia ahora sobreprotegerla y, de algún modo, penalizar a la otra, la del poder y los señoritos, porque de no fomentarla y protegerla corre riesgo de desaparecer ante la presión del castellano y ahora del inglés. Son razones poderosas y más que suficientes para aceptar la exclusión del castellano de la toponimia, siempre que enfrente no hubiera otras razones o si las existentes fueran de gran endeblez. Pero las hay y no son endebles. Son razones de libertad individual y de igualdad de trato a los hablantes de la lengua excluida. Razones poderosas también que no consienten la exclusión impuesta. Máxime cuando existe la solución más sencilla y natural, la del País Vasco, la que siempre pretendió el ayuntamiento socialista de la ciudad, la que es respetuosa con la cooficialidad que demanda la Constitución, la que no impone exclusiones: el topónimo bilingüe. No es cualquier cosa lo que está en juego. Se trata de derechos fundamentales, libertad e igualdad, de individuos concretos frente a objetivos culturales, sociales y políticos, respetables sí, pero que no pueden prevalecer sobre aquellos. Insisto, menos aún cuando la natural opción bilingüe evita la confrontación.

No me llama la atención que el nacionalismo siga apostando por la imposición, sino la rectificación del dirigente socialista. Es cuando menos sorprendente que en cuarenta y ocho horas Vázquez haya pasado del sí al no en un asunto no trivial por lo que significa, aunque en sí mismo pueda serlo. Esos arranques casan mal con la dirección de un partido instalado en la moderación y debilita la credibilidad de quien los tiene. La contundencia, inmoderación también, de sus palabras, cerrando cualquier posibilidad de cambio en la materia tampoco es buena en un político democrático. Y el temor a contrariar al BNG no es buen síntoma para los electores socialistas que percibieron en el bipartito un protagonismo excesivo del nacionalismo.

Pero, con todo, lo peor de la rectificación ha sido su argumentación principal. Explicaba Vázquez que la normativa lingüística fue aprobada por todos los grupos y que en el suyo hay consenso en no abrir el debate. La unanimidad de los grupos parlamentarios no asegura que la hubiera en la sociedad y el consenso en su grupo no existe entre sus votantes. Una vez más los profesionales de la política con tantísimos años encerrados en su particular universo se atribuyen en exclusiva la soberanía, olvidando que sólo son portavoces de la sociedad. Mal asunto si el consenso de su grupo le impide escuchar la dispar opinión de sus votantes, y la del alcalde de la ciudad también. En las ciudades perdió el bipartito la Xunta y en ésta muy concretamente varios miles de votos, no, desde luego, por una ele, pero puede que sí por lo que significa. Ni en las formas ni en el fondo ha acertado el señor Vázquez.

José Antonio Portero Molina - Es Catedrático De Derecho Constitucional De La Universidad De A Coruña