De todos los reputados actores de su generación, José Luis López Vázquez es en mi opinión el que de manera más evidente ha empleado en prosperar en su trabajo la misma tenacidad que en mantener intactos los defectos con los que, irónicamente, se ha ganado la simpatía de un estimable sector de los aficionados al cine, pensando, claro está, en un porcentaje de espectadores que por lo general ya no frecuentan las salas cinematográficas. Es obvio que López Vázquez no fue en gran parte de su ejecutoria un actor contenido, un intérprete introspectivo, sino todo lo contrario, hasta el punto de que el elogio que de él hizo Charlie Chaplin sólo cabe interpretarlo como la rendida admiración de alguien que había triunfado gracias a la desmedida gesticulación a la que obligaba a principios del pasado siglo la técnica interpretativa del cine mudo. La sonorización de las películas permitió sustituir el gesto por la palabra, lo que supuso que en muy pocos años Hollywood renovase su elenco artístico, no sólo con la incorporación de nuevo astros y rutilantes estrellas, sino con el inevitable sacrificio de actores y de actrices incapaces de prescindir del amaneramiento que suponía el viejo derroche gestual. En el caso de López Vázquez, su proyección más popular tiene más que ver con el gesto que con la palabra, como lo prueban tantas docenas de películas obviamente mediocres en las que el recuerdo más perdurable es por lo general el de esas muecas tan suyas en las que muchos descubrimos la cantidad increíble de músculos que tiene a veces la cara incontrolada de un hombre. Solo cuando los directores limitaron su repertorio muscular pudo demostrar López Vázquez su verdadero potencial artístico más allá de la simple caricatura, con registros interpretativos verdaderamente admirables a las órdenes de Saura, Berlanga, Olea o Manfredi, comprometido en historias en las que el mensaje ya no estaba en la mueca, sino en la frase, gracias a lo cual su talento pudo librarse de sus tics. Por desgracia para él, López Vázquez se vio obligado a aceptar muchos guiones en función de sus necesidades alimenticias, pensando menos en el lujoso capricho de entrar en la Historia, que en la suerte perentoria e inmensa de sobrevivir metiéndole al estómago algo más que las emanaciones de un maldito brasero. Su muerte ha servido para recordar tanto su tenacidad laboral, como los aspectos contradictorios de una carrera en la que lo que le dio más popularidad no fue precisamente lo mismo que le produjo prestigio, seguramente porque en el cine, como en cualquier actividad artística, no hay como un éxito de masas para caer a continuación en el descrédito, camino del olvido. López Vázquez trabajó casi hasta el final de sus días y en los último años se mantuvo en un nivel técnico lo suficientemente elevado como para recordar al actor melancólico, a ratos taciturno, que fue en sus comienzos y merecer ahora los obituarios más elogiosos, todos ellos sin duda justos, incluso pensando en que la tradicional generosidad funeraria haga borrón y cuenta nueva de tantas docenas de películas en las que su aportación fue apenas una horrible y recalcitrante traca de gestos y de muecas, a veces casi espasmos, en la línea de un cine de circunstancias en el que lo más inteligente habría sido que el fuego devorase las salas en las que se proyectaba. Pero no importan los muchos errores cometidos si se los puede comparar con ese singular puñado de aciertos que determina la perdurabilidad de un recuerdo. Es evidente que José Luis López Vázquez nos ha dejado algo más que un puñado de buenas interpretaciones, algunas de ellas verdaderamente inolvidables, en las que a uno siempre le ha parecido que su sonrisa no era otra cosa que un inesperado descuido de la tristeza de un hombre cabal, coherente y solitario al que no le molestaba firmarle en la calle un autógrafo al tipo despistado que acababa de confundirle con el prestigioso Adolfo Marsillach.