No recuerdo haber leído entero un solo título de novela negra, ese género denostado por muchos críticos e intelectuales, que solo lo consideran aprovechable a partir de que en 1941 John Huston hubiese convertido en cine las páginas de El halcón maltés. Es precisamente la de su atractiva conversión al celuloide la referencia que me acerca a un género literario con el que me siento profundamente identificado gracias, probablemente, a lo bien que, en este caso, le sienta a la literatura la exquisita y casi innecesaria simplificación del cine. En realidad, por su fecha de nacimiento la novela negra se desarrolla originalmente al mismo tiempo que el cine evoluciona desde el rudimento heroico de sus ciernes hacia un lenguaje en el que a muchos estudiosos les parece evidente la influencia del ritmo trepidante y de los diálogos lacónicos de los textos fundacionales de Dashiell Hammett publicados por entregas en la revista Black Mask. El autor de El Halcón Maltés tuvo éxito gracias a una publicación que ahora es legendaria pero que en su nacimiento había sido pensada para ser leída por gente dispuesta a entretenerse con cualquier texto cuya mancha editorial disimulase la pésima calidad del papel. Sus novelas, como las de sus colegas, no fueron recibidas con el menor entusiasmo por los eruditos de la vanidosa y clasista crítica especializada, pero su rotundo fracaso en los selectivos foros literarios se compensó sobradamente con su incuestionable éxito entre un público fiel y numeroso al que aquellas novelitas casi de papel de lija le hacían mas llevadero el tiempo que un ciudadano normal dedicaba a pensar mientras luchaba contra el estreñimiento sentado casi sin fe en el retrete. Los personajes de Hammett, como luego los de Raymond Chandler o los de William Irish, hablaban como quienes los leían y se veían sometidos a circunstancias ambientales y sociales como las suyas, compartían sus flaquezas y sus calamidades, su angustia existencial, sus vicios y sus agobios económicos, sin olvidar que en la novela negra la frontera entre el bien y el mal era tan difusa como en la mente perpleja y asfixiada de un país colapsado por la Gran Depresión en el que las cosas salían siempre tan mal que la relativa suerte de encontrar trabajo ni siquiera compensaba del deprimente esfuerzo de buscarlo. En cierto sentido podría decirse que la novela negra supuso la sublimación literaria de un caótico desplome social y sirvió para que millones de ciudadanos descubriesen lo sublime que resulta la belleza cuando sus rasgos concurren en el rostro de una mujer iluminada con el dramático flash de un disparo en el que se intuye sin esfuerzo la fotogenia de la muerte. A diferencia de los detectives de la novela policiaca inglesa, sus descreídos y cínicos colegas de las novelas pulp norteamericanas raras veces se sientan en un sofá, no beben té y por razones de trabajo a veces encuentran tan razonable caer en los brazos de una mujer hermosa, como entregarla diez minutos más tarde a la Policía sin que el remordimiento persista en su cabeza más tiempo del que pueda perdurar el placer. No hay en la novela negra tiempo ni espacio para las frases largas, las secuencias amables o los licores flojos. Para los personajes de Chandler la vida ocurre en diálogos secos y cortantes, frases lacónicas y contundentes, situaciones en las que en aras de conservar la credibilidad y el realismo lo mejor es no caer en el error de aquella frondosa y vieja literatura victoriana en la que la alta sociedad inglesa dilucidaba sus pasiones casi sin inmutarse, con la misma exquisita serenidad que si el crimen más horrendo fuese un simple juego de mesa.

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