Este noviembre que se acaba hemos celebrado dos aniversarios que han pasado bastante desapercibidos. Los 34 años de la muerte del general Franco y los veinte de la desaparición, o autoliquidación del Partido Comunista italiano (PCI), el más grande y el más influyente entre todas las formaciones políticas de esa ideología en la Europa occidental. Aparte de coincidencias cronológicas, ambos acontecimientos se juntan en mi memoria porque el dictador español había hecho de la confrontación permanente con el comunismo, y de la persecución de sus militantes, uno de los ejes de su política de integración en el bloque capitalista de la guerra fría, haciéndose perdonar con ello sus complicidades fascistas. El vigía de occidente le llamaban a Franco sus corifeos, como si el general estuviera permanentemente subido a una atalaya para detectar los movimientos del enemigo. La obsesión interesada de Franco contra el comunismo llegó a hacer creer a los comunistas del interior, una minoría muy activa y en ocasiones heroica, que su fuerza política pudiera ser inmensa en una situación de libertad. Parece obvio que se equivocaron y actualmente son una facción cada vez más debilitada dentro de una coalición que se llama Izquierda Unida, de forma bastante optimista. Al morir Franco salió a la luz, de entre las tinieblas donde se mueven las criaturas del infierno, don Santiago Carrillo, hoy una figura venerable y respetada del olimpo democrático, al que entonces dibujaban los caricaturistas con cuernos y rabo. Carrillo, que era un moderado, formaba parte junto con el italiano Berlinguer y el francés Marchais, del trío de dirigentes comunistas del sur de Europa que mantenían una cierta distancia con la política de la Unión Soviética, el gran referente del marxismo internacional, al que, sin embargo, permanecía fiel el portugués Alvaro Cunhal. Y a esa posición intermedia y partidaria de entrar en coaliciones de gobierno con fuerzas burguesas se le llamó eurocomunismo. Marchais acabó por conseguirlo en Francia uniéndose al socialista Mitterand. Berlinguer casi lo logra en Italia haciendo lo propio con el demócrata cristiano Aldo Moro (asesinado por ese atrevimiento). Y Carrillo se topó en España con el PSOE de Felipe González, que no lo necesitaba para sus manejos y acabó por cooptar a la mayoría de los dirigentes comunistas que querían tocar poder a cualquier precio abandonando muchos años de entumecimiento en las catacumbas. (Aunque hubo otros que hicieron lo mismo apuntándose a las filas del PP o entrando a formar parte de la plantilla de alguno de los grandes consorcios financieros. Ya se sabe: si no puedes con el enemigo, únete a él). Ahora bien, de todos los partidos comunistas que actuaban en la Europa capitalista, el más importante fue el PCI fundado por Antonio Gramsci en 1921. Su vocación de fuerza pactista databa de antiguo. Primero colaboró con católicos y socialistas para derrotar al fascismo, y después intentó forzar su entrada en el gobierno adelantando (sorpasso) a la Democracia Cristiana en las urnas. Casi lo logra en 1976 con más de diez millones de votos, pero lo que se llamaba entonces el "compromiso histórico" no fue posible y fuerzas oscuras de dentro y de fuera del país conspiraron para impedirlo, recurriendo a todo tipo de medios, desde el asesinato político a los atentados terroristas. Luego, la corrupción galopante de socialistas y demócrata cristianos y la caída del Muro de Berlín provocaron un terremoto devastador. Los partidos tradicionales, incluido el PCI, desaparecieron y el mapa político se recompuso en torno a coaliciones de derechas y de izquierdas de perfiles borrosos. Posiblemente, el PCI, que era el menos implicado en prácticas mafiosas, se precipitó al autodisolverse tan pronto, dada la amplitud de su organización. La depresión no tiene por qué conducir indefectiblemente al suicidio.