De un lado, el caso Millet sigue golpeando de continuo. De otra parte, algunos medios adelantan que la Sentencia que va a emitir el Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña no resultará favorable. En medio de todo ello, sobresale el desprestigio de la llamada clase política, también la catalana, que no puede no desembocar en un fuerte desánimo en la ciudadanía.

Son golpes demasiado duros para la sociedad catalana que constata el deficiente funcionamiento de unas instituciones que no fueron todo lo eficaces que sería exigible en su control de lo que se hace con el sagrado dinero público. De una sociedad que tiene que soportar, otrosí, que sobre ella recaigan los viejos y mezquinos tópicos de siempre más acentuados que nunca por parte del reaccionarismo español más recalcitrante. De una sociedad que asiste al desolador espectáculo de confirmar que lo que se aprueba y se negocia entre los Parlamentos catalán y madrileño colisiona con la Constitución. ¿No hubiera sido más lógico y sensato plantear un debate con vistas a una posible reforma de la llamada Carta Magna en vez de aprobar algo que, a lo que se ve, no se ajusta a ella? Añádase a todo lo dicho la escasa participación ciudadana que hubo en el referéndum sobre el Estatuto. Y, en todo caso, se cumplan o no los vaticinios sobre esa Sentencia que tanto se está demorando, el hecho es que cunde el desánimo y que, como acaba de declarar Pujol en una entrevista, la autoestima en esa tierra está bajando demasiados enteros.

Si el Estatuto, como se encargó de manifestar repetidamente Maragall, iba a marcar un antes y un después en la historia de Cataluña, no se entiende que hubiese tanta urgencia en aprobarlo; o, dicho de otro modo, no parece muy pertinente haber empezado por ahí, y no por un debate tendente a negociar una reforma de la Constitución que garantizase que no iba a ser rechazado. Urgencia en el Gobierno de Maragall, urgencia también en el Parlamento español, así como en los partidos que pactaron la aprobación del texto, tal como quedó tras aquella larga reunión entre Zapatero y el líder Convergencia, que, de otro lado, desautorizó claramente a Maragall.

Además de lo hasta ahora expuesto, de por sí problemático y vidrioso, no podemos no preguntarnos por el día después a esa Sentencia que tanto se retrasa. ¿Podrá evitarse acaso que los ciudadanos de Cataluña no se sientan víctimas de una tomadura de pelo o de una chapuza por parte de sus representantes políticos? ¿Para qué se les convocó a refrendar algo que, según se prevé, va a ser, en lo más singular, rechazado por el Tribunal Constitucional?

Al tiempo que esto sucede, asistimos a enredos; sin ir más lejos, la consulta sobre la independencia que se llevó a cabo en la localidad de Arenys de Mar, así como la que se proyecta para Girona. No se debe perder de vista que el votante sabe que se trata de un juego. No tenemos, por tanto, la certeza absoluta de que fuese a pronunciarse de igual manera que si se tratase de un referéndum en el que el resultado final de la votación determinaría cambios significativos.

Sea como sea, lo que está sobre la mesa no es sólo aquella eterna conllevancia entre Cataluña y España de la que habló Ortega en 1932, pues también se ponen de relieve otros problemas no menos graves de puertas adentro, como la corrupción y la mediocridad de su clase política.

Con respecto a lo primero, tan grave fue la innecesaria y torpe crispación que creó Aznar en su última Legislatura, como asimismo lo fue la falta de perspectiva de Zapatero cuando prometió algo que al final no pudo cumplir. Lo que ocurre es que todo incumplimiento de la palabra dada solemnemente en público, sea o no inevitable, genera ineludiblemente frustración y malestar.

Cataluña en horas bajas. Se diría que, de un lado, la comprensión y la amplitud de miras, que nunca fue muy generosa, del resto de España hacia esta tierra está retrocediendo. Y que, de otra parte, los responsables políticos catalanes en su mayoría no son capaces de que fructifiquen unas negociaciones que cristalicen, no ya en una solución ideal y deseable, sino ni siquiera en una conllevancia plausible que satisfaga mínimamente las expectativas de las partes implicadas.

No vale curarse en salud diciendo que si el Constitucional se pronunciase invalidando parte importante del Estatuto eso no podría ser aceptado, toda vez que presupone que ese Tribunal tiene como misión establecer si el referido Estatuto se ajusta o no la Carta Magna. Y, si el problema reside ahí, tendrían que haber comenzado con propuestas encaminadas a reformarla, propuestas que buscasen de entrada el acuerdo necesario para que esos cambios pudiesen llevarse a cabo.

No cabe argüir como coartada que era inviable el objetivo de alcanzar un acuerdo encaminado a una reforma de la Constitución, pues ni siquiera se puede alegar que se intentó. Así las cosas, el día después de la pronosticada Sentencia desfavorable no podrán comparecer cargados de razón en tal sentido. Es, pues, pedir lo imposible que las cosas se hagan siguiendo los pasos de la lógica más elemental en lugar de poner en práctica huidas hacia delante que surgen de enfoques improvisados y atrabiliarios?

¿De verdad pueden pensar que la sociedad catalana no los castigará electoralmente?