Que yo recuerde, la de aquella cena fue la primera vez que una mujer sensata me reprochó haberme convertido en un hombre metódico que se desvivía por evitarle cualquier sobresalto. Muchas veces se había quejado de mi vida irregular y ahora, sin embargo, venía dispuesta a romper conmigo porque, según ella, no soportaba la idea de que el paso del tiempo la desplazase de mi cama como amante para convertirla sin remedio en mi enfermera. "No entiendo tu postura, créeme -le dije- porque siempre supuse que lo que deseabas era llevar una vida de orden en la que incluso estuviesen en su sitio las cosas que hubiésemos perdido... ¿Cómo puedes salirme ahora con eso? Para admitirme a tu lado me hiciste prometerte una vida sin sobresaltos...". "Sí, es cierto, pero, ¡demonios!, no esperaba que cumplieses tus promesas. Un día dejaste de ser el hombre al que conocí y he perdido el interés que tenía entonces. Todo era más emocionante cuando salíamos de viaje con el mapa de carreteras de otro país y la rueda de recambio pinchada. Ya sé que te hice prometerme una vida segura, sin importar que fuese también rutinaria, pero enseguida me asustaba la idea de compartir el resto de mi vida con un hombre que pasase en casa más tiempo que las alfombras y que además supiese preparar el arroz con bogavante. Alguna vez temí que por tu mala vida te convirtieses en un delincuente, en un tahúr o en un mendigo, pero, sinceramente, lo habría referido a que por mi culpa te convirtieses en un rabino. No me pidas que te lo explique, pero es la primera vez que un hombre me decepciona por haber mejorado su conducta. Ahora comprendo que tenías razón cuando decías que la vida, como el sexo, solo es verdaderamente intensa cuando el placer no excluye las manchas. ¿Qué fue de la obscenidad? ¿Por qué ya no me dices aquellas groserías que tanto me ayudaban a perder en cama la orientación, la vergüenza y la cabeza? Entre nosotros todo era más divino entonces, cuando hacías que me sintiese como si acabase de sentarme desnuda sobre una gárgola de piedra con la lengua caliente de un buey y el aliento feroz de un cerdo". "Me hiciste prometerte...". "Te hice prometerme... Sí, te pedí que cambiases y te volvieses un hombre ordenado, lo sé, pero eso lo hice porque mi conciencia podía más que mis impulsos y también porque esperaba que no hicieses caso y siguieses haciendo las cosas a tu aire. Luego le di vueltas en la cabeza y me pregunté a mí misma cómo podría sentirme amada por un hombre que no me hiciese sufrir. ¿Qué valor crees que puede tener para mi cualquier cosa que no tema perder? ¿Cómo se me pudo ocurrir la idea de convertir a un tipo sórdido, evasivo y solitario en un gato abrigado con una bufanda y alimentado con pienso? La mía era una apuesta pensada para ganar pero con la esperanza de perderla. No contaba con que tú te resignases a tomar parte en un juego en el que la derrota sería con seguridad el único premio...". Pensé en ese instante que el final de lo nuestro en cierto modo nos devolvía al principio y que el inminente fracaso de aquella relación no era sino el magnífico e inesperado aliciente para reanudarla en su estado primitivo, como cuando el severo castigo del juez le sirve al criminal para saldar sus deudas con la ley, poner a cero la conciencia y, si aún es posible, rehacer su vida. Sin embargo, de manera intuitiva preferí ahondar en la sensación de fracaso y me puse de su lado, persuadido por experiencias anteriores de que si una mujer siente algo serio por ti y de verdad teme perderte, no soporta que le ayudes a tener motivos para mantener sus razones. "Sé cómo te sientes y comprendo que hayas tomado la determinación de romper -le dije-. Reconozco mi falta de regularidad y mi resistencia al compromiso, aunque también he de admitir que soy la clase de hombre que merma mucho al saltar de cama. Créeme, tu perdón sería lo último que esperase esta noche de ti. En el fondo tenías razón la madrugada que me dijiste que por muy intensa y apasionada que sea, en cualquier relación de pareja llega un momento en el que media docena de ostras resultan más estimulantes que un beso con lengua. Supongo que la nuestra es una de tantas historias que duran lo que tardan las sábanas en ser menos importantes que el mantel". Con la conversación languideció la noche en el reloj del restaurante y en la necrología de los platos se nos enfrió la cena. Abrumados por aquella narcótica y excitante sensación obituaria, no le dimos importancia. Ambos sabíamos que estábamos rozando ese instante de sublime indecisión en el que lo que se dice se parece mucho a lo que se piensa, ese delicado momento de encomiable y dolorosa sinceridad en el que un hombre y una mujer empiezan a darse cuenta de que lo que verdaderamente los une es en cierto modo la distancia que los separa, "¿recuerdas?, como aquella primera noche en la que solo nos unían dos mesas separadas y un puñado de caligrafía en el arácnido ir y venir del camarero...".

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