. l éxito en el amor, como la victoria en la guerra, solo se entiende cuando es la consecuencia de algún combate, de modo que en ambos casos el resultado pierde su verdadero sentido tan pronto la rutina de la paz se impone a la incertidumbre de las hostilidades. El interés por conservar algo se intensifica en la medida en la que tememos perderlo y se esfuma tan pronto desaparece la incertidumbre. Por eso mi fracaso de aquella noche cenando con L. fue en cierto modo una de esas batallas que conviene perder para estar seguro de que la victoria final resulte luego lo bastante ardua y dolorosa como para considerarla un éxito en cierto modo definitivo, antes, naturalmente, de encontrar un nuevo motivo por el que infringir el alto el fuego y volver como si tal cosa a las andadas. A mí lo que me parece absurdo y empobrecedor es que para evitar las discrepancias, los amantes acuerden suprimir el diálogo, algo tan absurdo como sin duda lo sería suprimir la agricultura para acabar definitivamente con las plagas. Muchas parejas le deben su supervivencia a que uno de ellos, sino ambos, se resignó a ser reeducado hasta verse privado de algunos importantes rasgos de su personalidad, sin importar que la criba afecte a las señas de identidad que al principio le habían hecho tan atractivo para la otra parte. Mi ruptura con L. ocurrió en la misma época en la que el inolvidable Alejo me confesó una tarde en un café de Compostela su incapacidad para adaptarse a las reglas de convivencia. Se había enamorado de una chica decente pero sabía que era una historia con los días contados, un asunto que pintaba mal, algo que solo habría salido bien si el entrañable delincuente aceptase convertirse en el hombre que nunca habría sido, un probo ciudadano en cuyos brazos los viejos tatuajes de la Legión fuesen conveniente velados con terapéuticos parches de nicotina. Su chica le pedía que recobrase la dignidad, pero Alejo sabía que un tipo como él jamás podría recuperar la dignidad sin perder a cambio el encanto. Mi espeluznante amigo de tantas noches conservó hasta la muerte alojada en un pulmón la bala que un policía le había disparado durante una reyerta en A Coruña y como prueba de amistad me regaló la radiografía que documentaba el rasgo incontestable de su historia clínica. Aquel impacto formaba parte esencial de su personalidad y a mí siempre me pareció que para Alejo aquel proyectil era tan representativo de su empaque como sin duda lo era para el de Sir Winston Churchill su reloj de bolsillo. Naturalmente, Alejo mantuvo su personalidad y perdió a su chica. Como en tantas ocasiones a lo largo de una vida especialmente trepidante y angustiosa, su peculiar personalidad le permitió convertir la resignación en un logro, así que su confesión en el siguiente reencuentro no me pilló en absoluto de sorpresa: "Reconozco que mi conducta criminal solo me sirve para merecer el rencor de la sociedad, pero no estoy seguro de que me sentiría mejor si por haberme convertido en un simple mendigo mereciese su condescendencia, su compasión o, simplemente, su misericordia". Aparte de que mi radiografía de tórax no fuese nada del otro mundo, la verdad es que yo no podía compararme con Alejo en casi nada. Sin embargo, la noche que L. rompió conmigo me sobrepuse gracias a recordar el corpus esencial de su filosofía y aplicarme el cuento en el sentido de alegar para mis adentros que mi error más grave en aquella relación había sido sin duda renunciar a ciertos rasgos de mi personalidad hasta convertirme en un hombre que ni siquiera parecía pariente de mi sombra. Reconozco que L. tenía razón cuando a los postres de aquella cena en Arousa me dijo que lamentaba verme convertido en "uno de esos tipos a los que por San Valentín las manos les huelen mejor que las flores". Lo cierto es que, como le había ocurrido a mi inolvidable Alejo, no podría conservar mi dignidad sino al precio de renunciar a la esterilizante felicidad de la anodina vida en pareja. Fue una suerte que L. estuviese de acuerdo conmigo. Ambos sabíamos que aquella derrota solo sería el comienzo de un nuevo combate. Desconocíamos entonces que el futuro nos tenía reservados caminos diferentes. Pero estoy seguro de que aunque lo supiésemos, de todos modos habríamos luchado hasta merecer al menos la altura de un fracaso cuya grandeza lo hiciese inolvidable. A fin de cuentas, ambos sabíamos que el amor solo es verdaderamente hermoso cuando empleamos sinceramente en su conservación las mismas fuerzas que sin remedio lo destruyen. Hace tiempo que no sé de ella y ni siquiera tengo noticias de que alguna vez se haya interesado en volver. También sé que estamos los dos en el camino y que tarde o temprano nos sentaremos a cenar con una mezcla de vaga esperanza y amargo desencanto mientras en el restaurante suena de fondo la agradable meteorología de entretiempo de cualquiera de esas cosas de Henry Mancini en las que uno tiene la sensación de que la vida se consume tan lenta e indolora como se consumiría la cera de una vela con la llama de amianto.

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