. n mis relaciones de afecto solo considero dos clases de personas: las que me calan en el corazón y las que van a parar a mi agenda. De las primeras puedo recordar su dirección, su onomástica y su teléfono con la misma facilidad con la que recuerdo su rostro; de las otras me preocupo poco porque siempre he tenido la sensación de que la agenda de un hombre como yo por lo general es la fosa común en la que yacen inhumados los asuntos que no vale la pena recordar, igual que se amontonan sin criterio arqueológico los restos calcificados en el osario del cementerio. Que me fallase la memoria sería sin duda más preocupante que si se me perdiese la agenda. Para lo bueno y para lo malo, las corazonadas han sido en mi vida más determinantes que cualquier clase de orden. Lo cierto es que jamás dejé de amar a una mujer sin haber olvidado antes su teléfono. De hecho, mi querida P. supo que lo nuestro tocaba a su fin tan pronto se dio cuenta de que su identidad había sido relegada a un segundo plano en mi memoria telefónica, al borde del confín en el que perdían sin remedio su nitidez las señas de aquellas otras personas sumidas en ese indiferente limbo emocional que precede al olvido. En el caso de que algún día perdiese la memoria, podría reconstruir las grandes emociones sentimentales de mi vida rastreando el peso de cada persona en los recibos de la Compañía Telefónica. En ese caso mi agenda sería de poca utilidad, entre otras razones, porque las escasas anotaciones que haya hecho en ella tienen el mismo decepcionante valor que si las hubiese registrado en una surrealista relación de cosas que necesitase olvidar. Quienes me conocen saben que el hecho de anotar su teléfono en un papel es el primer síntoma del poco interés que tendré en telefonearle, la señal inequívoca de que hay ocasiones en las que cualquier sencilla anotación en una servilleta de papel puede ser tan reveladora como un portazo. He tenido siempre respecto del teléfono una dependencia que va más allá de su utilidad para comunicarme con las personas a las que de verdad aprecio. Su número de teléfono es a veces el rasgo que mejor recuerdo de algunas personas. Es como si esos números fuesen parte sustancial de su rostro y me permitiesen la evocación nemotécnica de una fisonomía a punto de desvanecerse, igual que el perfume de la chica que baila contigo reverdece en tu corazón el aroma de aquella otra mujer que durante un tiempo permaneció en tu corazón y cuyo recuerdo vaga ahora al borde de caer para siempre en el pozo de tu agenda. Estos últimos años he aligerado sensiblemente mi memoria telefónica y apenas llamo a nadie, probablemente porque las personas que antes formaban parte de mis instintos pertenecen ahora simplemente a mis recuerdos. Hace tiempo que no conozco a nadie tan memorable que pueda decir de él que es la clase de persona a la que podría olvidar de memoria. Mi teléfono móvil ha perdido actividad y los mensajes se amontonan en un anónimo compás de espera sin que sienta el menor interés por leerlos. Con cierta preocupación me he dado cuenta de que mi vida se ha ido quedando vacía y solo de vez en cuando la aviva el recuerdo confuso y lejano de alguna de aquellas mujeres a las que tendría que haber llamado cuando aún tenía la esperanza de que se pusiesen al teléfono. Pero a pesar del desencanto, tal vez sea mejor así. No creo que valiese la pena correr el riesgo de telefonear tan tarde a una de aquellas chicas que durante algún tiempo esperaron en vano por mí y lo más probable es que hayan decidido desbancarme de su corazón para enterrarme en su agenda.