La literatura es el aprovechamiento estético de la gramática del mismo modo que la ópera es la sublime destilación del grito. En ambos casos la predisposición resulta inútil sin la intervención de cierta preparación técnica, aunque también es cierto que el empleo de las herramientas requiere una determinada destreza y que la habilidad en su manejo tiene a veces mucho que ver con la inspiración, viejo y caprichoso recurso, generalmente escaso, sobre cuyo origen y composición es difícil ponerse de acuerdo. ¿Y qué diablos es la inspiración?

Para unos es la consecuencia natural del aprovechamiento artístico del peso que en la personalidad de cada cual tienen sus experiencias personales; otros, en cambio, no dudan en afirmar que eso que llamamos inspiración no es sino que lo que se nos viene a la cabeza por culpa de un descuido mientras pensamos en otra cosa, igual que recordamos a otra mujer mientras nos fijamos en el paraguas de la vecina.

Sin descartar que la inspiración sea en realidad una consecuencia natural del esfuerzo en el trabajo, lo cierto es que también puede ocurrir que, por su carácter tan frágil, te sientas inspirado por una idea que por desgracia se desvanece mientras buscas la manera de expresarla en el papel, con lo cual resulta que hay ocasiones en las que la literatura se convierte en el inesperado sepulcro de la imaginación, como ocurriría en el caso de que la lluvia pudriese el río. Hay escritores cuyos mejores logros son el resultado de grandes esfuerzos y otros en quienes la indiscutible calidad literaria es la consecuencia natural de esa interesante y fértil desidia que hace tan interesante la mirada de las mujeres miopes y tan atractivos los jardines sobados por el viento y malogrados por el abandonado. Muchos lectores son devotos de esa literatura oleosa, dulce y homogénea que produce un cierto regusto de confitería, pero los hay que prefieren los textos un poco inesperados y chocantes, a veces incluso desiguales o en apariencia mal construidos, pero que les dejan en el cuerpo la extraña sensación de haberse comido juntas la flor, la miel y la abeja.

No hay nada demostrado sobre que el placer sea por completo excluyente del asco e incluso cabe admitir que hay ocasiones en las que las relaciones sexuales más estimulantes tienen mucho que ver con lo tentador que resulta el hacinamiento en el que se suscitan y la facilidad con la que el mal olor corporal se convierte inesperadamente en un poderoso narcótico, probablemente, pienso yo, porque el ser humano alcanza su equilibro emocional cuando en sus principios morales la decencia está a la misma distancia que la obscenidad, en ese instante espiritual casi inenarrable en el que, mal que nos pese, tenemos la absoluta certeza de que el sexo será mas memorable por su dolor y sabemos a ciencia cierta que en el paroxismo del revolcón, lo que de verdad inmortaliza un beso es la pulpa de su saliva y la sangre de sus encías. Naturalmente también pienso que la gramática y la sintaxis son el recurso del que algunos echamos mano porque tenemos la fundada sospecha de que incluso las cosas sucias que hiciste bien mejoran mucho si sabes contarlas mal.

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