. n aquella ocasión no tuve muy claro al principio si lo conveniente era fingir indiferencia o sucumbir a la tentación de dejarme ir por una pendiente de la que no me atrevía a imaginar siquiera dónde estaría el final de la caída. Quise evitar a toda costa que ella descubriese mis instintos más bajos y al mismo tiempo temía que mi distante caballerosidad le pareciese temor, miramiento o simple compasión. Pensé entonces que era la primera vez en mucho tiempo que en la boca de una mujer su desprecio me preocupaba menos que su saliva. Por otra parte, no podía sacarme de la cabeza el narcotizante olor de su pelo, ni resistirme a la tentación de probar suerte como había hecho otras veces en parecidas circunstancias, como cuando en aquel club de carretera tuve la sensación de que una fulana acababa de vomitarme en la boca la ácida cena marrón de un camionero. Por eso la siguiente noche que volví con aquella mujer no le pregunté, como otras veces, en qué pensaba, sino qué diablos había cenado. ¿Por qué habría de ser distinto ahora? ¿Sería acaso que mi estúpido estómago se había vuelto incapaz de resistir las cosas que en cambio toleraba sin dificultades mi conciencia? ¿Me estaría volviendo un tipo escrupuloso y saludable? Anocheció sobre la carretera mientras pensaba en eso. Entonces me sentí mejor, más natural, y dejó de parecerme impensable la posibilidad de probar fortuna en aquella aventura al lado de una chica de minifalda verde en cuyas piernas algo flacas descarrilaba como sintaxis marrón un manojo de venas zurcidas por la heroína, un oscuro morse de postillas por cuya ferretería se arrastraba a duras penas la sangre en rama de la muerte. Pensé que a fin de cuentas viajaba in fraganti por el sótano de la noche, acompañado por una chica destruida pero en el fondo hermosa, una mujer a pesar de todo atractiva y excitante, tan atractiva y tan excitante como en aquel instante me resultaba la idea de resultar agraciado en un sorteo en el que la suerte consistía en pasarle la lengua a la mierda que tapaba el premio. Siempre he tenido facilidad para convencerme de que las cosas decentes pero inocuas solo conviene hacerlas cuando cometemos el error de ponerle remedio a las cosas indecentes y perjudiciales, y no me parecía que ignorar la tentadora presencia de aquella mujer fuese en absoluto más inteligente que sucumbir a ella. Considerando que siempre había sido así en mi vida más reciente, no encontré motivo moral alguno para desentenderme de mis instintos en beneficio de poner a salvo mis virtudes. Ni siquiera necesité armarme de valor para romper el hielo: "Tenias razón: la noche estaba a cuarenta quilómetros de donde nos encontramos. ¿Sabes?, me gustan tus piernas con las venas quemadas. Esas heridas? verás, amiga mía, esas heridas de la heroína son en la elocuencia de tu sangre como uno de esos carraspeos que en un momento de duda hacen inolvidable cualquier frase. ¿De que nos valdría viajar de noche si no fuese por esos baches que hacen inolvidable la carretera? También te diré que no soy un burgués. No lo soy porque me aburren los sofás y porque me falta constancia para mantener la decencia. Trabajo para ganar con una mano el dinero que en un momento dado podría necesitar para desempeñar la otra mano. No recelo de ti. Me he acostado con mujeres en cuyos vientres se pudrían sin remedio los fetos y solo pienso en Cristo cuando con los ojos cerrados me da la sensación de que en la ferroviaria penumbra de su catre una fulana barata me está masturbando con la mano de Dios. Quiero decirte con esto que yo soy ahora mismo lo peor de ti y que si me he saltado un par de farmacias sin avisarte no es porque me haya despistado, amiga mía, sino porque es la primera vez en mucho tiempo que se sube a mi coche una de esas mujeres en cuyo rostro sin esperanza rejuvenece sin embargo la muerte". "¿Entonces no te doy asco?". "Me intrigas, eso es todo. Eres inquietante y tentadora al mismo tiempo, como esas ácidas manzanas del suelo que te endulzan la boca al morder el gusano"?

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