Vengo de leer, con admiración -por las víctimas-, con pavor -ante sus verdugos-, el dramático libro Cartas de republicanos galegos condenados a morte (1936-1948), del gran intelectual y egregio ciudadano Xesús Alonso Montero. Son 120 cartas escritas, en su mayoría, "moi poucas horas antes da execución, e algunhas moi posiblemente só minutos antes". Cartas de despedida de la mujer, los padres, hijos, hermanos y amigos (y, en el caso de los comunistas, del Partido). Se trata de condenados a muerte, no por haber cometido delitos de sangre, sino por el simple hecho de defender al Gobierno legal y legítimo, del Frente Popular, es decir, por ser republicanos. Todos, o casi todos, convencidos ya, en esos sus últimos instantes de vida, de que no llegarían los indultos solicitados por sus familiares. Muchos sin saber por qué les iban a matar, desconocedores, sin duda, de las palabras que el general Mola (Mula, según Pablo Neruda) había dirigido a los alcaldes navarros: "Es necesario propagar una atmósfera de terror. Tenemos que crear una atmósfera de dominación. Cualquiera que sea, abierta o secretamente, del Frente Popular, debe ser fusilado". Y otro general, no menos forajido, Queipo de Llano, vociferaba, en su bando de guerra: "Serán pasados por las armas los directivos del Frente Popular y, si no fueran encontrados, un número proporcional de afiliados". En suma, aquellos asesinos estaban dispuestos a condenar a muerte a los casi seis millones de españoles que, el 16 de febrero de 1936, dieron, libremente, su voto al Frente Popular. Se habían propuesto reducir a cenizas a los que tachaban de Anti-España, a los que defendían "o laicismo, a escola para todos, o pluralismo ideolóxico, o compromiso coas clases asoballadas, a abolición de privilexios?"; siendo así que la Anti-España eran ellos, aunque se denominaran "nacionales", ya que, además de apoyados por la iglesia, los latifundistas, banqueros y empresarios (como Juan March y Barrié de la Maza), contaron con la decisiva ayuda de los nazis alemanes, los fascistas italianos, portugueses, argentinos, decenas de miles de moros (que trajeron a matar cristianos o, cuando menos, bautizados), y con la vil "no intervención" de Francia y Gran Bretaña.

Las víctimas fueron no sólo comunistas, socialistas, anarquistas, sino también militantes de Izquierda Republicana, galeguistas, católicos, como Alexandre Bóveda, que escribió: "Quixen facer ben, traballei por Pontevedra, por Galicia e pola República, e o trabucado xuízo dos homes (que eu perdoo e todos debemos perdoar) condéname"; como el doctor Darío Álvarez Limeses que se despedía, así, de su esposa: "A mi esposa del alma antes de comparecer ante Dios. Soy dichoso. Van a terminar mis penas. Tened resignación y valor. Dios me llama. Os espero en el cielo"; como el maestro Antonio Mojón Vázquez, que escribe a sus familiares: "Perdonad a los que han causado mi muerte, lo mismo que yo he hecho". Documento estremecedor y simbólico del ideario republicano el de Manuel Estévez Gómez, cuyo retrato, hecho en la cárcel de Tuy, por el pintor, también preso, Benito Prieto Cousset, ilustra la portada del libro que comentamos. Manuel, de profesión albañil, y de muy poquita escuela, como puede verse por las faltas de ortografía de su misiva, escribe a su hija mayor, Emilia, para que, algún día, se lo comunique a sus hermanitos pequeños: "Pues te diré que me matan por ser bueno, por querer que bosotros no pasedes hambre, no andedes descalzos, en una palabra por defender un gobierno que estaba constituido". En Alemania se celebraron los procesos de Nurenberg; se puso en marcha todo un programa de "desnazificación" contra militares, magistrados, profesores (Martin Heidegger), funcionarios que habían colaborado, hombro con hombro, con el régimen nazi. En Francia, se condenó, primero, a muerte, y, luego, a cadena perpetua y confinamiento en la isla de Yeu, al mariscal Pétain.

¿Y aquí? Los rebeldes se hicieron, durante cuarenta años, con todas las prebendas del Estado. La llamada transición les dejó en sus poltronas. Hay una oposición visceral, por parte de los obispos y de gentes del Partido Popular (debe seguir remordiéndoles la conciencia, si es que la tienen) a que se lleve adelante la Ley de Memoria Histórica, como pretendió el impávido e intrépido juez Garzón, apoyado, aún recientemente, por el presidente del Tribunal Supremo, que declaró, días atrás, a El País: "Incluso con la Ley de Memoria Histórica, hay argumentos para sostener que podría constituir un hecho nuevo y, por tanto, podrían ser objeto de revisión penal los consejos de guerra del franquismo".

Falta, en este libro estremecedor de Alonso Montero -a quien muchos desearíamos ver presidente de la Leal o Republicana Academia da Lingua e da Literatura Galegas, como el gran patriarca actual de las letras galegas, título que nadie osará negarle, aún sintiendo una gran admiración por la obra y el compromiso político y social de otro posible candidato, Méndez Ferrín-, un capítulo que, lamentablemente, nunca se podrá escribir: el capítulo de los que fueron sacados, violentamente, paseados, asesinados y abandonados en descampados y cunetas, e incluso ante las puertas de los atrios de las iglesias, para que les pisotearan, los domingos y fiestas de guardar, los devotísimos y caritativos católicos, apostólicos y romanos, sin que pudieran despedirse, ni oralmente ni por escrito, de sus seres queridos. Fue el caso de mi primo, Jaime Cid, católico y republicano, sacado, de noche, de su casa, por los falangistas, asesinado a orillas, quizá, del río Arnoya, allá por Baños de Molgas, sin que sepamos, todavía hoy, dónde reposan sus restos mortales. Sí sabemos, por vía oral, que, cuando iban a sacarle, su madre se postró de rodillas ante los verdugos y, en vano, les suplicó: "¡Matádmelo aquí, os lo pido por Dios!". Pero ni ellos, ni su dios, tuvieron conmiseración. No hubo crimen y castigo, como en la novela de Dostoiewski. Hubo, más bien, sólo crimen y prebendas para los criminales.