Como mitómano que soy he de reconocer que me fascinan las personalidades misteriosas, las mujeres inconfesables, los hombres que mismo parece que relucen envueltos en un aura de tenaz y chillona oscuridad, la clase de persona cuyo cadáver es obvio que incluso desconcertaría a su propio perro. Por muy recomendable que muchos la consideren, verdaderamente la realidad solo sirve para echar a perder la mayoría de nuestras expectativas, hasta el punto de que, por muy consistente que parezca, ni siquiera la magia del sexo resiste bien la luz. Por eso si uno se sienta por la noche a la lumbre de una hoguera, lo mejor que puede hacer para aumentar la fascinación del momento es avivar el fuego lo justo para que se pueda distinguir en la penumbra la sombra fumada de las llamas. Sucede algo parecido con los mitos, que sobreviven a expensas de una penumbra calculada, en ese punto de asfixiada visibilidad en el que la silueta del criminal arroja en la pared la misma sombra que la silueta del monje. Si no fuese por la eficacia de esa confusa e interesada nubosidad, muchos mitos se nos vendrían abajo y sus vidas nos resultarían entonces probablemente menos interesantes que las de sus biógrafos, del mismo modo que se resentiría nuestra admiración por el flambeado jinete del hipódromo si conociésemos con precisión lo decisiva que en la carrera fue la resuelta determinación del caballo. Me dijo de madrugada un matón en un garito: "Llevo muchos años metido en esto y aprendí muchas cosas. Aprendí a convertir el cansancio en indiferencia y también aprendí que el miedo produce más lealtad que el afecto. Naturalmente y a pesar de lo que se diga por ahí, los tipos como yo tenemos las mismas flaquezas que los demás y tanto miedo como nuestras víctimas, solo que hemos aprendido a convivir con el dolor y a disimularlo. Eso de la mala vida en cierto modo no es más que un mito. No sé muy bien quién eres, pero apostaría que he leído más libros que tú. Antes que yo estuvo de matón en este antro un tipo que dudaba si arrojar la toalla y volverse a casa con los suyos. ¿Sabes qué decisión tomó? Muy sencillo: para sentirse mejor mientras de buena fe destrozaba su familia, decidió acudir cada noche a trabajar con el pijama por debajo del traje. En eso consiste este negocio, amigo: que a tu implacable alma de cabrón no se le transparente el pijama". Años más tarde, el ex boxeador Ángel Grela me dijo de madrugada en un club de carretera que sus últimos trabajos los había conseguido gracias al mito de su mala reputación. "Me conoces y sabes cómo soy. Podría echarme a la calle, desmentir los infundios y proclamar mis buenas cualidades, eso podría hacer, muchacho, pero dudo que sirviese para algo. Peso casi cien quilos y dicen que mi corazón solo es exceso de equipaje, pero ya sabes lo sensible que soy para tantas cosas. Te consta que no soy como dicen esos cabrones, pero no quiero que lo desmientas. Me perjudicaría lavar mi imagen, igual que el jabón, que si abuso de él me deja manos de niña. Nadie creería que soy el tipo cariñoso y sentido que en la soledad de su casa vacía una noche le enseñó a llorar a su perro. ¿Sabes?, a veces pienso que si alguna vez una mujer me amó sinceramente fue porque comprendió que el boxeo me había endurecido las manos con unos delicados callos de seda. Creo que tenías razón la noche que me dijiste que los tipos como yo tendríamos que defender la mala reputación como si se tratase de nuestra única familia, aunque solo fuese para merecer que alguien nos ponga algún día en la tumba una estatua caída". No hará falta advertir que Ángel Grela es uno de mis mitos favoritos. Esa es con toda seguridad la razón de que si le llamo menos de lo que tendría que hacerlo será porque ya no vive aquel perro iconoclasta y sentimental que en su nombre me cogía a veces el teléfono?

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