Alos pocos meses de haber sido reconocida al máximo nivel por la Unesco, la Torre de Hércules podría perder su condición de Patrimonio de la Humanidad por culpa de una urbanización inmobiliaria que se prevé construir dentro de lo que los técnicos de aquel organismo consideran "zona de amortiguación". Nada más conocerse la noticia se ha suscitado la natural polémica sobre las ventajas y las servidumbres que comporta la nobiliaria calificación patrimonial. Quienes nacimos y vivimos en Compostela conocemos bien de cerca las ventajas y los inconvenientes que tiene habitar y desenvolverse en una ciudad cuyo indiscutible atractivo artístico no les resulta a los ciudadanos en absoluto gratuita. A pesar de su considerable tamaño, la zona monumental de Compostela padece desde hace lustros una severa regresión demográfica causada por el imparable encarecimiento de las viviendas y por lo incómodo que resulta el acceso a un lugar casi por completo carente de garajes, sin contar la escasez de supermercados, la ausencia de centros sanitarios y las dificultades que los responsables del patrimonio imponen cuando se trata de acometer cualquier reforma por anecdótica que parezca. Oscurecida por un alumbrado público cuya deficiencia se considera ya una vieja tradición compostelana, la zona sobrevive gracias a haber sido gradualmente reconvertida al servicio del turismo por una pléyade de hosteleros que si en algunos casos se han quedado sin clientela fue porque fumigaron la gente con sus precios. Tras el cierre de los abundantes y ruidosos pubs que lo animan hasta bien avanzada la noche, el casco histórico se convierte en un auténtico desierto urbano del que, por falta de víctimas, incluso parecen haber huido los aguerridos delincuentes que pululaban por allí en una época, hace apenas veinte años, en la que todavía algo de luz en cualquier ventana no hacía suponer que pudiera tratarse de un incendio inexplicable, sino de lámpara barata de alguno de los centenares o miles de estudiantes que se disponían de madrugada a la obligada vigilia del estudio. Poco ante de morir, mi querido Alejo me dijo que estaba pensando en renunciar a sus atracos en la zona vieja de Santiago porque entre que había poca luz y que pasaba tan poca gente, a veces él mismo tenía miedo. El despoblamiento ha sido tan drástico, que para hacerse una idea basta con echarle un vistazo a los periódicos y comprobar hasta qué punto la actividad vegetativa de la zona incluso ha dejado de generar esquelas. Dudo que sea cierto, pero hay quien dice que en las solitarias iglesias de Compostela ejerce de Altísimo un doble de Dios. De vez en cuando aún es posible ver el paso de una ambulancia para hacerse cargo de un anciano santiagués agonizante, pero la presencia del coche fúnebre se considera allí una verdadera y sorprendente novedad. Proliferan, eso sí, las oficinas públicas, los edificios de representación y las instituciones, además de toda clase de negocios pensados para satisfacer las compras de los turistas, también los bares y restaurantes, los camiones del reparto de bebidas y los músicos callejeros que animan ese lugar hermoso, cosmopolita y eterno en el que si no vive más gente es porque con las condiciones que impone la Unesco los compostelanos suponen que no pasará mucho tiempo antes de que para conservar con garantías la condición de Patrimonio de la Humanidad se plantee la exigencia de que incluso sean de piedra los mendigos, las palomas y los taxis. Lo cual en cierto modo no estaría mal si pensamos que muchos de los políticos que ejercen en el Pazo de Raxoi son auténtico cemento.

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