Gracias a la acertada elección del conductor de la ceremonia, la última edición de los premios Goya ha sido acogida con generalizado placer por los millones de espectadores que siguieron la gala por televisión. Personalmente fue la del domingo la primera vez que tuve la impresión de que el cine español tiene remedio, no solo por la calidad de las películas a concurso, ni por el acierto de Andreu Buenafuente al despolitizar el acto, sino porque el presidente de la Academia proclamó sin vacilaciones la necesidad de que el sector deje de mirarse el ombligo y comprenda que antes que artistas, los cineastas son trabajadores. Si se sabe aprovechar, la del año pasado puede haber sido la cosecha del cambio, el punto de inflexión a partir del cual el cine español comprenda que su principal misión no es reclutar votantes para un determinado partido político, sino reunir espectadores en las taquillas. Más que ideologías, en la cinematografía española se necesitan ideas. El formidable Luis Tosar declaraba estos días con agradable humildad que lo principal para conseguir una excelente interpretación es obtener un buen papel. Eso significa una buena elección de los guionistas y que el trabajo de estos no sea luego impunemente destruido por cualquiera de esos directores especializados en vaciar los cines con su maldita a infumable pedantería intelectual. Ya es hora de que los cineastas no confundan el talento con el tedio y hagan sus películas pensando en la posibilidad nada descabellada de que un producto pueda resultar comercial sin dejar por ello de ser inteligente. Celda 211 y Ágora son dos ejemplos de lo que se puede conseguir cuando el talento para crear historias no excluye la inteligencia necesaria para admitir que una buena idea resulta inútil sin alguien que la reconozca. Ni Monzón ni Amenábar hacen un cine acomplejado que les obligue a reverdecer en sus trabajos el viejo tema de la guerra civil, cuyo reiterativo tratamiento cinematográfico puede decirse que es la razón por la que la contienda ha producido todos estos años en las salas de exhibición las bajas que por razones obvias ya no podía causar en el frente. A lo mejor el discurso de Álex de la Iglesia apelando a la objetividad y al reencuentro con el público supone en cierto modo que la guerra ha terminado y que a partir de ahora aquel ya no puede ser el camino a seguir. Por otra parte, con los éxitos de Monzón y Amenábar podría abrirse una reflexión acerca de si a las actrices hay que medirles el talento con la cinta con la que habitualmente se les mide el busto. Si las cosas cambian, el cine español contemplará los personajes femeninos pensando en que en la interpretación que de ellos hagan las actrices las frases sean más importantes que las tetas, de modo que se puede demostrar lo progresistas que somos sin considerar una conquista cultural la obsesión por desnudarnos. Por último, no estaría de más que la crítica especializada se aplicase la reflexión de Álex de la Iglesia respecto de apartar la vista de su ombligo como primer paso para abandonar el viejo y pretencioso vicio de creer que una película solo es buena cuando resulta aburrida y detestable si es bien acogida por el público. Es hora de que los críticos que a sí mismos se consideran de prestigio sepan que el público por lo general lo que espera de la intelectual y estática secuencia de la infinita llanura es que sobre la línea del paisaje irrumpa al menos un puñado de estorninos o que por el monótono plano del césped atraviese sin demasiadas pretensiones una pelotita de golf. En la gala de los Goya he visto muy hermosa a Maribel Verdú. Es una chica encantadora y una magnífica actriz. Lo malo es que va dejando de ser joven y antes que después tendrá que enfrentarse con la cruda realidad de que en cine español solo se admite a cuarentonas de veintitantos años. Si las cosas no cambian, su calidad será inútil y no le bastará con su dulzura. Urge que el cine español acierte con el camino que pareció vislumbrar el domingo, aunque solo sea para que en el amargo declive Maribel Verdú no se vea obligada a trabajar por el precio de la comida en unas de esas películas en las que incluso sale desnuda la ropa. Por desgracia, en el cine español las mujeres maduras solo tienen alguna posibilidad de trabajar cuando, como en el caso de Pilar Bardem, no les importa aceptar los papeles que haya rechazado Juan Diego. Tiene razón Tosar en eso de que un buen personaje facilita una buena interpretación. Supongo que las actrices españolas piensan lo mismo. Lo malo es que todos estos años el cine español se ha empeñado en producir películas en las que las chicas solo podían demostrar su talento en la escena en la que gritan en pelotas mientras las viola el cabrón del falangista. Las cosas cambian, las jóvenes actrices podrán envejecer orgullosas de haber demostrado su talento sin verse obligadas a interpretar una de esas escenas, tan propias de nuestro cine, en la que la protagonista solo se pone ropa para ir al ginecólogo. En cuanto a la guerra civil, los jóvenes espectadores lo único que saben de ella es que las películas destruyeron los cines que dejaron en pie las bombas.

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