En un programa de radio escuché a varias mujeres maduras quejarse amargamente de la pérdida del deseo sexual. Les preocupaba sobre todo no poder corresponder al entusiasmo sexual que les demostraban sus parejas. Uno de los contertulios del programa se llenó de razón para proclamar que el deseo es algo que se puede prolongar en el tiempo siempre y cuando uno sepa cultivarlo. Según eso, lo que padecen las mujeres maduras es una inapetencia circunstancial que a lo que obedece no es a una disfunción fisiológica propia de la edad, sino a la falta de verdadero interés. Nadie en el programa le discute su teoría al tertuliano, de modo que algunas oyentes se habrán quedado con la idea de que el deseo, como el tenis, es una cosa que funciona a base de concienciación y entrenamiento, aunque los endocrinos piensen otra cosa y nos digan que a diferencia del fuego, el sexo no siempre se suscita por frotación. Por otra parte, ¿qué hay de malo en que alguien no sienta deseo? Quienes fumamos mucho sabemos que el tabaco nos quita olfato y sin embargo, ¡que demonios!, no encajamos esa evidencia como si se tratase de una horrible calamidad. A la pérdida del deseo llegan muchas mujeres por culpa de los naturales imponderables fisiológicos de la edad. La inapetencia sexual no constituye en sí misma una enfermedad, ni es algo vergonzante que convenga disimular. Se pierde deseo por la misma razón que se pierde vista, oído o velocidad. Desde luego yo no conozco a un solo ciego que haya recobrado la vista por haber puesto interés en recuperarla, ni a un atleta que iguale sus marcas cuarenta años después de haberlas batido por primera vez. ¿Por qué nos empeñamos en ponerle cura a lo que en sí mismo no es una enfermedad? ¿No es acaso absurdo y ofensivo pensar que las disfunciones de la vagina pueden ser resueltas aplicando en su tratamiento las normas que en las casas de aldea sirven para reparar en verano la bomba del pozo? Desde luego si yo fuese mujer me negaría a que me despertasen un deseo artificial, por la misma razón que me negaría a que alguien me inculcase la afición a un deporte por el que sienta verdadera aversión. ¿Hay algo de malo en perder el deseo? ¿Es acaso una desgracia? Si bien se mira, el desinterés por el sexo constituye en muchos casos una verdadera liberación. Salvo que se trate de la pesca o de la Infantería de Marina, la vida está llena de placeres que se disfrutan sin necesidad de que te produzcan humedad. Fue al romper con una mujer con la que llevaba meses relacionado cuando descubrí lo hermoso que era el paisaje por el que tantas veces había circulado en coche distraído por la desnudez de sus piernas. Verdaderamente, ni se me había pasado hasta entonces por la cabeza que romper con una mujer me produjese tanto placer como haberla antes seducido, algo que sin duda también habrá pensado ella, acaso harta de que fingir el deseo le supusiese fingir también la dignidad. Fue un final sin rencor y sin solemnidades. Ni siquiera recuerdo haber discutido con ella los términos de la claudicación. Aun sin mediar palabra ambos sabíamos que se había acabado el deseo y sería inútil insistir. La cosa estaba meridianamente clara: a mí se me habían acabado las frases y a ella se le había secado la vagina. Sabíamos que ni lo mío lo remediaría la gramática ni tendría lo suyo solución con la farmacia, así que prendimos las luces y se acabó el cine. Sin aforismos, sin rencor y sin furia, con la indiferente elegancia con la que a veces se rinden los cobardes. ¿Qué podía haber de malo o de culposo en que a mí me faltase la inspiración y a ella le fallase el flujo? Hay que saber aceptar las situaciones según vienen, igual que aprovecha el surfista la marea a medida que caen en la playa las olas. Al final te das cuenta de que hay ocasiones en las que apagar sus bombillas ayuda a ver mejor la lámpara. Por eso aquella mujer es ahora una de mis amigas preferidas. Y la verdad es que aunque nos vemos muy de tarde en tarde, cada vez que nos encontramos es como si nos tardase seguir juntos. Una de esas noches le pregunté cómo andaba de deseos. Y me dijo: "El deseo es una de esas cosas que recuerdas con una mezcla de nostalgia y de alivio, como cuando el podólogo te lima de los pies esas discretas e incómodas durezas que tan elegante te hacen al andar. Esto de la falta de deseo es cuestión de saber sobrellevarlo. Ahora me relaciono con hombres sin impulsos, por la misma razón que si tuviese cáncer de pulmón le pediría un cigarrillo a cualquier hombre que no fume"? Aquella noche fue la primera vez que ella pagó las copas. "Acepta que te invite. Se me ha secado la vagina, cielo, no la billetera".

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