Tratándose de emociones yo creo no vale la pena volver sobre el pasado con la intención de reiniciar las historias en el punto en el que las habíamos dejado. A veces hasta pienso que lo mejor que podemos hacer con las cartas que nos recuerdan a alguien es calentar las manos en el fuego que resulte de quemarlas. El fuego produce el calor que ya no pueden desprender los besos. Y por otra parte, nada favorece tanto el ensalmo de un buen recuerdo como el tenaz olvido que por suerte lo amenaza. A veces nos parece que el tiempo apenas se ha movido y que las cosas siguen como estaban, como si el pasado estuviese esperando por nosotros, excitante e intacto, sosteniendo el periódico y la leche, al otro lado de la puerta. Personalmente he resistido siempre la tentación del reencuentro. Uno tiene en ocasiones la sensación de que aquellos encuentros tan hermosos le sucedieron ayer, pero, Dios Santo, ¡han pasado tantos años desde ayer!...

Acabo de recibir un correo electrónico que me trae el recuerdo de una chica argentina a la que amé hace diecisiete años. Al leerlo me dio un vuelco el corazón. Aunque casi la tenía olvidada, su noticia me devuelve con emoción al año 93, a la noche concreta en la que nos presentó en Compostela una amiga común. ¿O fue por la tarde? No importa. He perdido la noción de la minucia de aquel encuentro y solo recuerdo con precisión que lo primero que sentí al ver a aquella mujer fue que era como si me mirase con los ojos entreabiertos en el ojal de una sonrisa desenlazada en una delicada mezcla de expectación, amargura y ese puntito de cicatrizada lujuria que en las mujeres como ella tanto se parece al místico rictus del ayuno.

No eran aquellos los mejores días de mi existencia. Estaba a tratamiento psiquiátrico por culpa de llevar una vida irregular y sabía que aunque intentase rezar me fallarían juntos los labios, la fe y la saliva. También mi reputación andaba por los suelos. Ni siquiera el espejo del baño tenía fe en mí. Cuando me presentaron a Adriana llevaba varios días sin ir a cama y estaba tan cansado que el otro lado de la calle me parecía el fin del mundo. Pero ella estaba allí mismo, a mi lado, a este lado de la calle, agradable, sonriente, más limpia que la higiene, más sana que la penicilina, con una inalámbrica parrafada de pelo caído en largas y deshuesadas vocales sobre la perfecta y analgésica crucifixión de sus hombros. Esa misma noche perdimos la cuenta tomando copas en O Galo d'Ouro. Hablamos sobre todo de literatura y me dio a leer unas cuantas cosas que había escrito. Recuerdo que tenía una letra pequeña y abdominal que parecía la hilatura de un hormiguero. Para no cansarme, al cabo de un buen rato ella misma tomó los papeles en sus manos y me los leyó casi al oído. No sabría decir ahora como me sentí mientras en el excitante cocedero de aquel ambiente saturado con la voz de Frank Sinatra recibía en suaves bocanadas su literatura y su aliento. Podría reconstruir el espíritu de aquel texto y evocar con precisión el hacer que me produjo su lectura, pero para explicar lo que verdaderamente sentí mientras seguía en la bendita humedad de sus labios el ir y venir de la gramática creo que tendría que haber conservado sin lavar los calzoncillos. Algún motivo habrá para que los latidos del corazón digan de muchos de nuestros sentimientos menos de lo que dicen de ellos nuestras secreciones.

Aquello duró apenas unos pocos días. Creo que sentí entonces la sensación de haberme enamorado de ella. Al de dos semanas desapareció de mi vida y se volvió a América. Recibí a los pocos meses una larga carta suya que se fue al olvido desde un cajón en el que tenía por costumbre sepultar los restos de mi vida. Su correo de ayer rejuvenece mi alma, no lo dudo, pero no creo que sea buena idea desandar el camino y volver a sentarme en aquella mesa de O Galo. Sinatra ha muerto, mis pasos me han llevado por otros derroteros y aunque duela reconocerlo, de lo que fuimos entonces con un poco de suerte solo queda en nosotros la agradable y falsa sensación de haber bailado Moon River sin sacar un solo centímetros los pies del almanaque. Tal vez sea mejor así. Nunca hay que excluir la posibilidad de que permanecer mucho tiempo en la misma posición mientras en la boca nos ladra un beso solo sirva para que nos meen a gusto en las piernas los cabrones de los perros. (A ella, que aún es ayer)

jose.luis.alvite@telefonica.net