Ni siquiera cuando era un inocente escolar tuve la sensación de que el ser humano sería capaz de acabar algún día con las guerras e incluso pensé muchas veces que la única solución a la proliferación de los conflictos sería, irónicamente, intentar su control empleando la fuerza contra ellos. Tras su derrota en la Gran Guerra (1914-1918) Alemania quedó postrada y parecía haber reducido a un simple recuerdo sus viejas tentaciones belicistas, hasta que veinte años más tarde el III Reich le demostró al mundo que la quietud alemana solo había sido una tregua interesada mientras se preparaba para resarcirse de aquella ominosa derrota. Hasta hace bien poco, Europa no fue sino el solar de permanentes discusiones y de luchas continuas. Desde que yo estudié su geografía en la escuela, en el mapa de Europa han aparecido dos docenas de banderas nuevas. Ni que decir tiene que en el caso de África los cartógrafos apenas han tenido descanso desde entonces y que en Asia las imprentas renovaban los atlas escolares sin haber dejado que secase la tinta de la anterior edición. La población mundial se duplicó en apenas cincuenta años y la escasez de alimentos es tan grande que hasta parece milagroso que en algunos lugares del mundo a los desfavorecidos les ande el vientre y que la indigencia produzca desperdicios bastantes para volverse miseria. El hambre se ha extendido de una manera tan brutal y es tan previsible la muerte, que en algunos países solo tienen asegurado el sueño los muertos, y la comida, los buitres.

Muy cartesiano para estas cosas, el lúcido José Luis Sampedro dijo en cierta ocasión que las guerras suelen remediar los problemas que la economía se muestra incapaz de resolver. Es obvio que el horror genera a veces sus propias vacunas contra el espanto. Por mucho que duela reconocerlo, sesenta millones de muertos en la los cinco años que duró la II Guerra Mundial le sirvieron a Europa para aliviar las penurias que había causado la contienda. Se dirá que las privaciones que siguieron a tanta muerte podrían haberse ahorrado si se hubiese evitado la guerra, pero la realidad es que las guerras que se evitan hoy son las que sin remedio se van a disputar mañana.

China tiene una población próxima a los 1.400 millones de habitantes, 1.200 millones viven en India y casi otros tantos en países adyacentes. La creciente industrialización de la zona, con la consiguiente demanda de petróleo, va a reproducir las circunstancias que llevaron a la Alemania de Hitler a ampliar su territorio y a Japón a asegurarse militarmente sus aprovisionamientos de combustible con objeto de mantener activa una industria para la que no disponía de yacimientos propios. ¿Qué va a suceder? ¿Una expansión geográfica de China a expensas de sus vecinos menos poderosos? ¿La imitación, setenta años más tarde, del expansionismo japonés que llevó al emperador Hiro Hito a la locura geoestratégica de enfrentarse a Gran Bretaña y los Estados Unidos para asegurarse el dominio de las riquezas petrolíferas de los países del Índico y del Pacífico? Es evidente que jamás estalla una guerra de la que no pueda derivarse un provecho y que si Hitler respetó la neutralidad de Suiza no fue por su buena fe, sino porque las divisiones acorazadas de la Wehrmacht eran en su funcionamiento más puntuales que la mejor relojería helvética. Tampoco se retrajo de ocupar España gracias a las habilidades del general Franco, como adujo pretenciosamente la diplomacia del Régimen, sino porque aquí acabábamos de sufrir una guerra civil y lo único abundante eran el hambre, la miseria y los sepulcros. A Hitler le interesaba asegurarse el petróleo de los Balcanes, única manera de abastecer las divisiones mecanizadas que recorrieron Europa con turística y flagrante impunidad hasta que a Rusia le sonrió la nieve y a Eisenhower la meteorología le permitió desembarcar en Normandía.

Habrá más guerras y vendrán luego el horror, el arrepentimiento y las treguas que precederán a las nuevas batallas. Como es de suponer, los niños de dentro de algunos años estudiarán mapas que nosotros jamás imaginamos en nuestras escuelas. El general George Patton se ganó merecida fama de guerrero y fue al mismo tiempo un romántico de la guerra. Aunque sabía por propia experiencia que en las guerras se ahorran vidas si uno se da prisa en matar, a veces hacía un alto en el camino, se alejaba de sus muchachos con su fusta de jinete en la mano, le echaba un vistazo a las ruinas causadas por la dureza del combate y se lamentaba de que para muchos hombres la guerra fuese la única manera segura de aprender geografía. Esa es en el fondo la razón emocional que explica la persistencia de la guerra: el ser humano olvida con más facilidad lo que pone en pie que aquello otro que simplemente destruye. No sé qué habría pensado el general Patton al respecto, pero yo imagino que la guerra también suscita una extraña decencia y que al cerrar los ojos frente al desolado mosto de la batalla, incluso el aleteo del buitre suena como si en tu interior se batiese inesperadamente una ventana.

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