. ra joven, ¡Dios Santo!, era casi la víspera de la realidad, y me parecía que nada podría hacerme más daño del que me hiciese la felicidad, y que podría arrojarme al agua a este lado del río y salir seco por la otra orilla. ¿Sabes?, comía sandía y meaba luz. Todo era en apariencia tan hermoso, y para los niños era tan analgésico el dolor, que me preguntaba cómo diablos habrían aprendido los viejos a llorar. Con el sol fertilizante que seguía a las lluvias de entonces la fruta pesaba más que los árboles y si no recuerdo mal incluso en el cementerio con la cuarentena del silencio se escuchaba roncar a los muertos con un ronquido melancólico que era como si la brisa de la posteridad atravesase descalza la laringe de un fagot. A veces los chiquillos corríamos desnudos en verano por el serrido cambadés y yo me rezagaba adrede para escuchar a lo lejos la risa de los niños espumando la bajamar con los pies, impulsivos y felices, divertidos y mojados, como una cobriza pandilla de agua. En la desembocadura del Umia la corriente masturbaba las lubinas y en las parras de Castrelo colgaban las uvas como huevas de cristal, como escrotos de luz. Una de aquellas estivales tardes cambadesas mi padre me llevó a visitar a don Ramón Cabanillas y el poeta me sentó en sus piernas. Tenía don Ramón en la mirada el hermoso ácaro traslúcido de un cansancio ilustre. Ardía en la cocina un regazo de fuego pequeño con las llamas untadas como limosnas en la palma de la leña. Yo era solo un niño, estaba apenas en la víspera de mi pasado, y si recuerdo aquello es porque al bajarme de sus piernas ya era noche, se había acabado el verano y en el rostro del poeta comprendí que se garrapiñaba sin remedio la muerte. ¡Hace tanto de aquello!? ¡Dios Santo!, en mi vida irrumpió como la maleza el tiempo, el Umia pudrió las lubinas y muchos de aquellos niños se malograron porque al final de la espuma solo quedaba en el paisaje la inquietante esquela de la bajamar.

jose.luis.alvite@telefonica.net