No tengo motivos para quejarme de los efectos de la mala vida. Puedo tomar copas sin que me afecten en absoluto y lo peor que me sucede con el tabaco es que me entra tos cuando dejo de fumar. En la época de vida nocturna más intensa he dormido un promedio de hora y media cada día durante veinte años sin que se me resintiese el cuerpo, aunque debo reconocer que esa fue la razón por la que acabé, triste y sin esperanza, en la consulta del siquiatra. Sucumbía al sueño solo en circunstancias extremas, alguna vez en la carretera, sentado, casi muerto, al volante del coche. Sufrí por ese motivo tres percances en los que podría haber perdido la vida y sin embargó resulté con lesiones de escasa importancia, casi como las que podría haberme causado el barbero al afeitarme. En una ocasión me quedé dormido en un cambio de rasante y recorrí quinientos metros en sueños sin que me ocurriese nada. A veces me vencía el cansancio en plena obsesión por no dormirme y entonces soñaba que iba conduciendo por la carretera real y resolvía los lances del viaje con la misma facilidad que si condujese despierto, viajando con los ojos cerrados por una carretera imaginaria cuyo trazado se correspondía al pie de la letra con la carretera real, con la única diferencia que en mi sueño la muerte era amarilla, y el asfalto, azul. En un accidente que sufrí en la Autopista del Atlántico me falló la magia y me empotré contra otro coche al que di alcance a más de ciento cuarenta quilómetros por hora. Desperté con la sensación de haberme caído de cama sobre una alfombra de púas. Me toqué la cara, apenas ensangrentada por los cristales del parabrisas. Por un momento pensé que se me había cambiado de brazo el reloj. También se me pasó por la cabeza el engorro que sería renovar la documentación por culpa de haber quedado irreconocible porque el golpe incluso me hubiese cambiado de raza. Después de localizar mis gafas en el asiento de atrás, salí del coche y me interesé por el otro conductor. Tampoco a él le había ocurrido nada serio. Su automóvil tenía el maletero en el asiento del chófer; mi coche estaba tan destrozado que fue como si el golpe me lo hubiese cambiado de marca. Me disculpé con aquel tipo, cotejamos las pólizas de seguro y nos intercambiamos los teléfonos. A los pocos minutos se presentó una patrulla de Tráfico y le dijimos que no habiendo lesiones graves, aquello lo arreglábamos como amigos de toda la vida que acabasen de conocerse. Después el otro conductor y yo nos fumamos unos cigarrillos sentados en el quitamiedos del arcén mientras esperábamos una grúa que arrastrase mi coche. ¡Joder!, el vehículo estaba tan aplastado que pensé que podríamos retirarlo de la autopista metiéndolo en el maletero del otro coche. Al cabo de una hora llegó la grúa. El otro tipo se despidió y siguió viaje al volante de un coche que renqueaba como un barco con la carga corrida, dejando atrás un ruido de bolera.

Aquel hombre y yo conservamos nuestra amistad hasta el día de hoy. La verdad es que no creo haber hecho desde entonces muchas amistades como las suya. Yo no sé si eso se debe a que no abundan los tipos como aquel o, sencillamente, porque ya ni siquiera hay accidentes tan agradables como los de entonces, que yo creo que eran vida social. El caso es que, de regreso en Compostela, me tomé unas cuantas copas en El Corzo a la salud de aquel amigo después de haberme aseado un rato en el lavabo y asegurarme de que no tenía la nariz por debajo de la boca. Aquella fue una de las madrugadas más triunfales de mi existencia. Y aunque no me atrevo a jurarlo, yo creo que si aquella noche mis amigas estuvieron conmigo más cariñosas de lo habitual fue porque, en el fondo, nunca creyeron que mi existencia alma fuese en absoluto más interesante que el maletero del coche.

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