Muchas veces me he preguntado qué diablos es eso de la juventud. Hay tantas respuestas, que podría divagar veinte folios sobre el asunto. Para empezar, hay muchas percepciones de la juventud: unas, objetivas; las otras, estrictamente personales. Desde hace algún tiempo mi idea de la juventud es la de que se trata de una etapa de la existencia en la que un hombre puede abrigar fundadas esperanzas de que todavía le quede tiempo de vida bastante para que cualquiera de sus costumbres se le convierta en un vicio. También se puede decir que la juventud es el tiempo que un hombre tarda en darse cuenta de que la ha perdido mientras trataba de encontrarle explicación, casi el mismo tiempo que algunas mujeres necesitan para admitir que lo que les ocurre en el rostro ya no es culpa del fotógrafo.

De joven salía a la calle y solo me daba en la vista el glandular sol de los instintos reflejado como blonda amarilla en los escaparates de las lencerías. Era lo que correspondía a mi edad y a mis impulsos. Ni imaginaba siquiera que llegaría un día en el que al pasear por la misma calle solo me fijaría en las placas de los médicos, y que eso ocurriría un poco antes, solo un poco antes, de que descubriese que a cierta edad nada de lo que hagas te va a ser posible recordarlo dentro de treinta años. Es como emprender una larga cabalgada desde el desierto hacia el mar a sabiendas de que a la orilla del agua solo llegará vivo el caballo.

A un amigo mío que está enfermo del corazón su médico le ha recomendado que por su propio bien evite los sobresaltos, así que lleva una vida muy estricta, con un régimen de comidas calculado para salvar la piel al borde casi de morir de hambre. "Si cumples lo que te sugiero, vivirás todavía mucho tiempo", le dijo el médico. Eso sí, limitando las emociones tanto como restringía las comidas y con la misma tenacidad con la que acordó renunciar a los vicios. Sin embargo, había un peligro con el que mi amigo no había contado. Hablamos sobre ello una noche de copas en El Corzo y estuvimos de acuerdo en que de nada le serviría dormir tranquilo después de haber observado escrupulosamente las instrucciones del médico si por la mañana corría el riesgo de morir al sobresaltarse con la inmensa alegría de haber sobrevivido al sueño. Desde luego, nada semejante nos habría preocupado cuando éramos jóvenes y de la muerte solo sabíamos que era ensimismamiento, falta de apetito y mucho tiempo acostado. Mi amigo no dijo nada aquella noche, pero probablemente pensó, como pienso yo, que para no sufrir una decepción lo mejor es despertar justo a tiempo de acomodarte por propia voluntad en la canoa de tu cadáver.

Podría reflexionar sobre la juventud pensando en que fue aquella época inocente, venial y sustanciosa en la que de las muchachas nos sabíamos de memoria la calderilla incontable de su risa, el dulce granel de su alegría; un tiempo en el que disfrutábamos de placeres de los que ni siquiera sabíamos el nombre, cuando el mármol para nuestros sepulcros ni era siquiera una infusión. Lo compararía entonces con lo que vino luego y, ¡joder!, me moriría de pena al darme cuenta de que todas aquellas chiquillas se hicieron sin remedio mayores y si tuviese la suerte de sobrevivir quince o veinte años tal vez las recordaría vagamente por el sonajero de sus joyas.

¡Tantas cosas es la juventud!,? De niño jugaba en el parque con las chiquillas sin necesidad de saber nada de la vida porque todo en realidad estaba sucediendo en aquel instante y la existencia ocurría fresca y puntual, en un momento de nuestras vidas, ¿sabes, colega?, en un momento de nuestras vidas en el que solo teníamos la absoluta certeza de que era en las palomas, en el maíz y en las banderas donde por las noches ponía sus huevos el viento. ¿Y qué fue de todo aquello? ¿A qué maldito árbol sin hojas han volado los polluelos glaucos del viento? ¿Dónde va el placer que nos causaba la proximidad del aroma de las niñas, la lactosa inminencia del sexo? Sinceramente, no lo sé. Todas mis costumbres son casi de mi edad. Y tengo que admitir que a mi edad ya solo me queda la esperanza de que no me haga demasiado daño el jodido vicio de morir.

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