Oh, Dios!, si la vida fuese como yo la había pensado, me habría ocurrido que el último taxi que tomé en mi ciudad lo conducía Roberto de Niro encogido de hombros entre el humo y el neón de la publicidad, a lo largo de una de esas celuloides calles azules de Nueva York que acaban donde la vespa de Autrey Hepburn te avisa de que has llegado de vacaciones a Roma justo a tiempo de tomar en Fiumicino el avión que te dejará en Montecarlo antes de que se enfríen el consomé y las perlas de una de esas cenas en las que David Niven le habla a Grace Kelly con delicadas frases sin saliva, con una voz con la que a su boca se le levanta apenas la ceja de una diplomática sonrisa aún sin acabar, mientras en las ruletas del casino carraspean con carísima rutina las canicas de la riqueza y la voz de Sinatra desde Baltimore vuelve azul el teléfono negro del vestíbulo. Dice Frank que no podrá venir porque ha habido un tiroteo en una concurrida nube de humo de tabaco y que al disiparse el humo la policía recogió del suelo en la Strip Street de Las Vegas la gabardina ensangrentada de Bogart con una nota manuscrita en un bolsillo: según Frank, "Ha tenido que ser Fred Astaire. Solo él puede hacer claqué con un peine de hueso, una palmada en el hombro y tres disparos". ¿Oh, Dios!, recordé entonces que había sido en la voz meada de Bogart donde recibí años atrás de madrugada el recado de Babara Stanwyck para que me sentase -"Sobrio, en pijama y en ayunas"- en mi habitación de aquel motel con vistas al mar de Sausalito y escribiese en el holograma de su sonrisa una frase del nueve largo con la que endulzar los labios de Fred MacMurray y envenenar al mismo tiempo sus besos. Aquella llamada azul de Sinatra fue la razón de que suspendiese mi cena en Montecarlo y saliese a la calle por la puerta del casino que antes daba a la esquina de la Calle 46 con Broadway, el mismo lugar en el que De Niro se había detenido aquella madrugada de humo y publicidad porque presintió que vería encenderse a deshora, como una tulipa de seda, el rostro de la hermosa chica vestida de blanco que llevaba la campaña del senador Pallantine. En un momento determinado, mis ojos se encontraron con los del taxi driver en el retrovisor del coche. "Esa chica me engaña -dijo Travis Bickle- y el cabrón de Scorsese se resiste a cambiar mi suerte. Como este puto guión no cambie, creo que acabaré loco". Se volvió entonces hacia mí: "¿Y tú quien coño eres? ¿Qué diablos haces en este reparto? En la oscuridad de la calle pensé que eras Pacino. El cabronazo de Pacino lleva mala vida, pero no puede haber cambiado tanto. Además, tampoco Pacino está en el reparto". Me defendí con un hilo de voz: "Escribo cosas para los labios de Barbara Stanwyck. Pagan poco, pero el trabajo no es mucho. La verdad es que apenas gasto tinta; salvo cuando no miente, Barbara Stanwyck tiene la boca pequeña". Los ojos de Travis De Niro y los míos volvieron a hilar en el espejo. "Solo eso. ¿Es todo lo que escribes? ¿Eres un puto escritor de bocas pequeñas?". Intenté sobreponerme y tomar la delantera: "Angus no tiene la boca pequeña". "¿Angus? ¿Conoces a Angus?. No te creo. ¿Angus Hernández Suárez? ¡No me jodas! En sus labios tengo entendido que solo de vez en cuando escribe Dios"?

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