El telefonazo de Sinatra a Montecarlo por suerte quedó aquella vez en nada. Bogart resucitó en la siguiente película metido en otra nube de tabaco que le sentaba como un gabán y yo me recluí en la habitación de aquel motel frente al mar en Sausalito. Atardecía y quedaba apenas flotando en el agua de la bahía el mosto fucsia del sol. Mi rostro era un garabato en el espejo. Preparé un café y posé la mano sobre el folio amarillo que había abandonado en blanco antes de partir para Europa, confiando en que no me fallase a última hora la suerte y brotase en la penumbra de la alcoba la inesperada luciérnaga de alguna de aquellas frases pensadas para que despertase en ellas la mariposa carnívora larvada en los labios estancados de Barbara Stanwyck. Mientras daba tiempo a que la inspiración acertase a entrar en mi cabeza, le eché un vistazo al cajón de mis notas. Debajo de unos papeles recuperé una fotografía de Angus Hernández Suárez y la olí como tantas veces había hecho antes de perderla de vista y dar lo nuestro por zanjado. Pensé entonces que Angus estaría como siempre, más joven incluso que el papel de aquella fotografía, tan joven como se conservaba en mis recuerdos, vestida de negro, como cuando al verla sentada en aquel café de Huelva supuse que en la vida de una mujer como ella yo ni siquiera podría haber sido un error irrepetible. Hice a un lado la foto y busqué en vano una nota que recordaba haber guardado en aquel cajón. Había llegado a mi buzón cuando aún escribía para aquel periódico en Tulsa. No traía remitente, ni sello. En el reverso, un texto elaborado con letras recortadas de periódicos: "Olvídala, muchacho. En la primavera de una mujer como Angus, un tipo como tú solo podría ser el invierno". ¿Donde diablos habría metido yo aquella nota? ¿Podría haber extraviado algo semejante sin poder encontrarla donde al mismo tiempo tendría que haber perdido sin duda el corazón? Para mí aquello fue tan inexplicable como si mis pies hubiesen olvidado sus pisadas y volviesen de madrugada a casa pisando por el rastro de otro hombre peor que yo. ¿Y como era posible que el cabrón de Robert De Niro supiese su nombre?

Una madrugada el encargado del motel me pasó por debajo de la puerta un sobre cerrado. Lo remitía G.K. Iba a romperlo creyendo que se trataba de la reclamación de alguna deuda pero me pudo la curiosidad. Abrí el sobre y desplegué una cuartilla redactada con una letra algo desdibujada, como si alguien la hubiese escrito en la calle bajo la lluvia: "No busques más a esa mujer. Se ha mudado a vivir conmigo en mi paraguas. Angus es la única chica del mundo a la que un chubasquero amarillo le sienta como si fuese un elegante vestido negro. Olvídala, amigo. En tu paraguas jamás cruzará la calle bajo la lluvia una mujer como ella. Tú sigue a lo tuyo, afronta tu destino. Solo eres un escritor de frases para mujeres con la boca pequeña. Confórmate con su recuerdo. Y considérate un hombre feliz, muchacho, porque, ¿sabes?, no todos los hombres tienen la suerte de que los haya olvidado una mujer como esa".

Una carta escrita con letra desleída por el agua?. un chubasquero amarillo? el paraguas? G.K? Anochecía sobre la bahía. Al otro lado de la ventana se veían los veleros orzando en puntillas mientras la brisa podaba la las gaviotas, la espuma y las velas. Se me habían enfriado las manos y pensé que tendrían la temperatura ideal para escribir una de aquellas frases con las que la boca pequeña de Babara Stanwyck dejaba helados a los hombres. También pensé que mi siguiente párrafo sería una abrumadora acumulación de frases y que por un inexplicable error del Servicio de Correos podría acabar destruyéndome para siempre en la boca de Angus: "Lo nuestro es imposible. Tus frases son mala caligrafía, mucho entusiasmo y poca comida. Todo lo bueno se acaba y lo nuestro no será una excepción. ¿Sabes, maldito soñador?, ocurre con la breve dulzura del amor lo que sucede con la pulpa del melocotón, que tarde o temprano acabas mordiendo el hueso". Retiré las manos de la mesa, como si me quemase el frío, y prendí un cigarrillo. Y recordé que de niño escribía historias en el papel casi traslúcido con el que aviaba la cometa, la echaba luego a volar y esperaba a que volviese al suelo con mis frases firmadas por el arabesco autógrafo de Dios. Ahora pensar en Angus me resultaba tan inquietante y tan arriesgado como cuando de niño esperaba que la cometa volviese a mi mano con la firma de Dios. Aunque, por otra parte, siempre quedaba la posibilidad de refugiarme en el revés de mis párpados y recuperarla en el recuerdo, como cuando de niño recibía la cometa con los ojos cerrados para conservar eternamente la duda de que Dios hubiese firmado aquellas frases que un día acabarían mezcladas con un mordisco y un martini en la boca pequeña de Babara Stanwyck, aquella mujer para la que trabajé en una época de mi vida en la que en mi alma había a menudo más frío y menos luz que en el interior de mi nevera.

jose.luis.alvite@telefonica.net