Un viejo barman me dijo una madrugada en Phoenix que "muchas de las oportunidades que te brinda la vida solo son útiles en la medida en la que aciertes a desaprovecharlas". Según aquel tipo, "hay actrices que consiguieron el papel de sus vidas gracias a haber renunciado a tiempo a otra oferta, del mismo modo que a veces encontramos un tesoro inesperado gracias a haber buscado cualquier nadería en el lugar equivocado". En eso pensaba en mi habitación de aquel motel en Sausalito mientras preparaba para la boca pequeña de Barbara Stanwyck alguna de esas frases que me habría gustado escuchar en los labios de cualquier mujer interesante.

Sonó el teléfono. Era el detective Skippy Breuster. Malas noticias: "Por el dinero que me diste no hay mucho que buscar y apenas nada que encontrar. Para el objetivo de buscar a Angus necesitaría muchos más medios. Ya sabes, muchacho, que la belleza es escurridiza y viajera. Con tu dinero solo podría pagar un billete a bajo precio en cualquier avión que tenga previsto estrellarse en el Metro de Nueva York durante el despegue". "Eso tendrías que habérmelo advertido", protesté. "Estabas hundido y no quise ahondar en tu herida. Aquella noche iba a darte algún consejo que no te costase un solo centavo, pero pensé que eras la clase de hombre que cree que solo sirven de algo las cosas que en nombre del alma le joden el bolsillo. Ahora sé que estaba equivocado pero ya es tarde. Lamento sinceramente haber encarecido tu fracaso". "Dime al menos que has hecho alguna gestión", casi le rogué. "Verás, tu dinero me ha alcanzado apenas para cambiar el coche de gasolinera. Ahora soy un detective en horas bajas, pero en mis buenos tiempos, ¿me oyes, amigo?, te decía que en mis buenos tiempos le cobraba veinte veces más a cualquiera de esos idiotas de Bel Air por el relativo esfuerzo de no encontrar a sus amantes. ¿Sigues ahí? Esto se va a cortar, hijo. Me quedan las monedas justas para dárselas a cualquier mendigo sin orgullo". Colgué el teléfono y miré la fotografía de Barbara Stanwyck en la que solía inspirar mis frases. La boca de Angus era sin duda más grande pero era evidente que jamás escribiría nada para sus labios y acabaría mis días recluido en aquel motel de Sausalito, expuesto a que una nueva caída profesional me alejase incluso de la boca pequeña de Barbara y me pusiese en el brete angustioso de escribir asfixiadas frases sin voz para los labios fruncidos del cadáver de Greta Garbo. Recordé también los dorados momentos de mis comienzos en este negocio, cuando Angus era todavía una anónima chica sin luz que vivía a las afueras de mi mapa de carreteras y en los cuellos de mis camisas ni se había repetido siquiera el carmín de una sola mujer. ¡Dios Santo!, en aquella época mi cama estaba más concurrida que mi memoria y tenía tantas invitaciones femeninas para cenar que no era raro que hiciese simultáneas sentándome por turnos en las mesas de los mejores restaurantes de Venice Beach. Fue en el elegante slalom de una de aquellas cenas donde conocí a Angus Hernández Suárez. Vestía de negro y cenaba con un tipo que incluso masticaba el vino. En un momento que su acompañante se ausentó a telefonear, yo le hice llegar una nota por el maitre: "En el cementerio de Westwood desentierran todas las semanas cadáveres con mejores modales que los de ese tipo que incluso sorbe el humo de sus cigarrillos". Entornó los ojos y se mordió un labio. Después escribió en el reverso de mi papel, hizo una pelotita con él y la lanzó a mi mesa: "Aunque no te conozca, sé quién eres. Me lo dijo en Melrose Avenue una vieja actriz que pinta sus labios con las urticarias dobleces de tus frases". Aquella respuesta me resultó fría y descriptiva, y si entonces decidí conservarla fue, sinceramente, porque en el apartamento al que acababa de mudarme en Marina Bay tenía un hueco para pufos en el cajón de los albaranes.

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